NUESTROS COLABORADORES

  • Archibaldo Lanús
  • Enrique Zuleta Alvarez
  • Juan Luís Gallardo
  • Ricardo Robira Reich
  • Roberto Edelmiro Porcel
  • Vilmar Vandresen

miércoles, 7 de abril de 2010

UN PAPA IMBÉCIL *

Nadie ignora que la elección del cardenal Ratzinger para ocupar la cátedra de Pedro dejó muchos contusos en la Iglesia. Principalmente entre los adscriptos al sector llamado “progresista” que, conscientes de estar en minoría dentro del cónclave, protegieron de una previsible derrota a su favorito votando por un candidato de ocasión que, según dicen, salió segundo. Y ruego se me disculpe referirme en este artículo a “progresistas” e “integristas” pues, aunque admito que tal terminología no es adecuada ni conveniente, resulta casi insustituible para entenderse. Algo así como hablar en política de “izquierdas” y “derechas”, división quizá dañina pero difícil de reemplazar.

Bien, dando por cierto que el progresismo católico recibió con disgusto la actuación del Espíritu Santo en el cónclave, era de prever que no se quedaría quieto y que, apenas acalladas las celebraciones inherentes al advenimiento de todo nuevo pontífice, comenzaría a atacarlo de un modo u otro.

Y así ocurrieron las cosas nomás. Lo que no era tan fácil de advertir por anticipado es la manera como se realizarían los ataques. Pues, en efecto, podía suponerse que apuntarían a la nacionalidad del Papa, presentándolo como un nazi. O a sus análisis de la Teología de la Liberación, presentándolo como un aliado del imperialismo. O al cargo que ocupaba hasta transformarse en Benedicto XXI, presentándolo como atizador de las hogueras inquisitoriales.

Imputaciones de ese tenor eran de prever, como dije. Lo que no era de prever es que el camino elegido para dañar al Papa fuera el de presentarlo como un imbécil. Y eso no era de prever porque si de algo no había dado el Papa indicio alguno era de imbecilidad.

Teólogo lúcido y profundo, ducho en los manejos internos de la curia romana, apreciado por infinidad de obispos que acudían a él en busca de consejo, dueño de una vasta cultura humanista, colaborador próximo de Juan Pablo II a lo largo de su extensa gestión, interlocutor amable y músico refinado, de Joseph Ratzinger se podían decir muchas cosas menos que fuera un idiota. Sin embargo, es así como nos lo quieren mostrar, en una campaña tan audaz como insidiosa.

Alguna cronista íntimamente relacionada con “vaticanólogos” progresistas, algún laico promovido, algún clérigo de avanzada, algún prelado de mala uva y, también, algún integrista cabeza dura, se muestran firmemente dispuestos, en efecto, a convencernos de que el Sumo Pontífice es un estúpido.

¿Y de qué medios se valen con ese objeto? Pues, sencillamente, de hacer aparecer como tonterías las cosas que dice el Papa y que a ellos no les gustan. O que no les importan pero que utilizan para intentar dejarlo mal. Veamos un poco.

De entrada dejaron hacer a Ratzinger, con intención de corroborar hacia dónde agarraba. Y una vez comprobado que no iba para donde querían, empezaron los comentarios vinculados con su imbecilidad. La primera ocasión en que apelaron a esa táctica creo que fue después de la conferencia que pronunció en Ratisbona. Durante cuyo transcurso dijo algo tan obvio como que los seguidores de Mahoma emplean la violencia para imponer sus convicciones.

Lo señalado por el Papa va de suyo, de manera que no pudo ser discutido. Pero como, de todos modos, se resolvió aprovechar lo dicho para perjudicar a quien lo dijo, se armó un intenso cacareo mediático destinado a deplorar la torpeza diplomática que implicó decirlo. Inoportuno, falto de información, incapaz de percibir la realidad, desprovisto de habilidad para comunicarse fueron algunos de los comentarios dedicados al Sumo Pontífice a raíz de su actuación. Y casi nadie admitió que lo expuesto por él era cierto, ni aclaró luego que el Islam no dramatizó el asunto, sin dejar por eso de acudir dignatarios musulmanes a una cita concertada anteriormente con expertos pontificios.

El argumento más utilizado para rasgarse las vestiduras a raíz de la conferencia de Ratisbona fue que perjudicaba los esfuerzos ecuménicos. Como si el Islam estuviera próximo a dejar de lado sus diferencias con el cristianismo. Y silenciando, además, los buenos resultados que, en materia ecuménica, le ha reportado a la Iglesia Católica mantenerse firme en algunos aspectos no negociables de su doctrina. Según viene sucediendo con los anglicanos, por ejemplo.

Vino más tarde la negativa del Papa a hablar en la Universidad Sapienza, de Roma, con motivo de una declaración hostil que hiciera pública un grupo de profesores. Aquellos que lo pintan como un retrasado mental salieron rápidamente a señalar su falta de ductilidad y a manifestar que Juan Pablo II, en su caso, habría aceptado la invitación y ganado a sus oyentes mediante palabras cautivantes. Lo que no dijeron es que la actitud de Benedicto XVI descolocó a quienes se oponían a su visita, dejándolos como unos cavernícolas desautorizados luego por la inmensa mayoría de sus alumnos y compañeros de claustro.

Sobrevino más tarde el levantamiento de las excomuniones que pesaban sobre los obispos ordenados ilícitamente por monseñor Lefebvre. Y ante esa generosa medida el ataque fue decididamente ladino. Pues, sin objetarla directamente, los opositores del Papa desenterraron unas declaraciones realizadas tiempo atrás por uno de los beneficiados, poniendo en duda el número de víctimas de la persecución llevada a cabo por los nazis contra los judíos, como así también que el modo de realizarla incluyera la utilización de cámaras de gas. En mala hora dijo eso monseñor Williamson, que de él se trata. Porque, inmediatamente, una cuestión de carácter histórico se transformó en la negación completa del antisemitismo nacionalsocialista y, ya que estamos, en una insinuación de cierta simpatía del pontífice por Adolf Hitler.

En la emergencia, los mismos que habían reclamado flexibilidad para con el Islam pasaron a reclamar inflexibilidad para con los lefebvristas, exigiendo se dejara sin efecto el levantamiento de la excomunión de mons. Williamson, como si interrogarse sobre algunos aspectos del mal llamado holocausto llevara aparejada tal sanción canónica. Y permítaseme un inciso para destacar que los nazis jamás se propusieron ofrecer un sacrificio a la divinidad inmolando judíos, motivo por el cual no es correcto hablar de holocausto sino, en todo caso, de genocidio.

Tras el incidente al que acabo de aludir se produjo la declaración del Santo Padre, respecto a que el empleo de preservativos no es la solución adecuada para combatir el SIDA. Afirmación admitida por muchos científicos y repetida por casi todas las organizaciones pro-vida que funcionan en el mundo. Pero que, en labios de Joseph Ratzinger, resulta que constituye un error grosero, amén de una imprudencia gravísima. A propósito de esto, conviene recordar que la referida declaración la realizó el Papa a bordo del avión que lo conducía a África. Continente donde han tenido un éxito colosal las campañas contra el SIDA fundadas en la continencia sexual. O sea apuntadas a soslayar el uso del preservativo, cuya empleo fomenta la incontinencia sexual.

El disimulado encono y la mala fe de esta campaña no pueden menos que producir fastidio. Impulsada especialmente por sectores “progresistas” de la Iglesia, tampoco son ajenas a ella, según adelanté, algunos adherentes al “integrismo” que, cuando alguna medida adoptada en Roma les disgusta, tratan de explicarla diciendo que obedece a falta de información del Papa. Con lo cual lo dejan como un sonso, cayendo en la misma actitud que sus adversarios. Son los mismos que, devenidos teólogos, resuelven qué partes de un documento pontificio pueden aceptarse y cuáles no, viniendo a practicar así el “libre examen” preconizado por los protestantes.

Ya sé que escribir lo que estoy escribiendo me valdrá la imputación de “papólatra”, formulada desde uno y otro extremo del amplio espectro de opiniones que incluye la Viña del Señor. Sin embargo, me parece oportuno expresarlo. Y expresarlo con toda crudeza, sin medias tintas, para que se entienda.

Agregaré por último, aunque sea un detalle de orden menor, baladí tal vez, que los esfuerzos apuntados a presentar al Papa como un idiota implican, además, suponer que los demás también lo somos.


* Por Juan Luís Gallardo

lunes, 1 de marzo de 2010

Problemas estructurales para la ética democrática por Rafael Alvira

1. La ética y el papel de los partidos políticos

Generalmente, ser denominado persona partidista tiene una connotación negativa. A pesar de que el concepto clásico de bien común ha sido ampliamente marginalizado en la literatura política contemporánea, la naturaleza se resiste a ser maltratada: ser “hombre de parte” no está bien visto.

Y, sin embargo, los partidos surgieron como necesidad ineludible de la democracia representativa. Como consecuencia, fue preciso, primero, intentar mostrar que el propio partido era el que tenía razón, es decir, el que representaba la opción del “bien común”, aunque no se la comprendiera como tal. Más tarde, tras la crisis de la racionalidad y de las ideologías, el partido ya no puede legitimarse socialmente sólo por su ideología y su programa, sino también y sobre todo por su capacidad de dar respuesta efectiva a los problemas y a los deseos más generales de una sociedad.

Si realiza esto último en la medida de lo posible, demuestra que es un “partido no partidista”. Es partido sólo en el sentido de que tiene su gente y sus ideas, pero no en el sentido de “partidismo parcial”, que le haría distanciarse de cualquier sentimiento –por mínimo que fuera- de bien común.

Y en los mejores partidos actuales existe, efectivamente la conciencia clara de que deben actuar así, y lo intentan. Esto puede ser interpretado como pragmatismo político en orden al mantenimiento del poder, pero también como acto de responsabilidad moral. En realidad, la línea entre la justa y necesaria búsqueda de la oportunidad -que es una búsqueda ética-, y el oportunismo, es frecuentemente difícil de precisar desde fuera, y así lo ha sido siempre. Pero no es justo pensar que todos los políticos son oportunistas y, en cualquier caso, lo relevante aquí es que tanto el acierto en la oportunidad como la astucia oportunista se mueven en el plano ético. Es decir, que es imposible excluir la ética de la acción política.

Esta última tesis, por más que suene contraria a los principios mismos de la filosofía política moderna -que nació precisamente con el intento de separar ética y política- es evidente. Cada acción humana tiene su ethos propio, su modo y contexto connaturales, y no hay ninguna que no lo tenga. Cuando se pide la exclusión de la ética no se puede, por tanto, querer que desaparezca en general, sino que se busca sólo que la acción no tenga implícitos transcendentes, es decir, que una “ética religiosa” o “universal racional” no juzgue ni esté presente de algún modo en la acción política.

Lo imposible de esta pretensión ha hecho que en los últimos años haya entrado explícitamente en crisis la idea moderna de la presunta inmunidad y neutralidad éticas de las actividades políticas y económicas. No sólo se ha visto con más claridad que cada esfera de acción tiene su propio ethos, y que por tanto no son posibles una política y una economía meramente “técnicas”, sino que cada vez es más claro que el ser humano es una unidad, y que los implícitos éticos profundos no pueden ser marginalizados.

Como es sabido y queda ya dicho, los partidos son instituciones características de la democracia representativa. Esto parecía al principio “un hierro de madera”, pues muchos consideraban que la representación era incompatible con el principio fundamental democrático de la soberanía popular. Efectivamente, el soberano no puede ser representado en lo que respecta al poder, y es imposible gobernar sin poder.

La representación es una mediación, pero el primer rasgo definitorio de todo poder es su originariedad, su carácter de origen. Ahora bien, carece de sentido, más aún, no es posible, prestar a otro la originariedad; se puede dar, en cuyo caso, no se tiene ya, pero otro no la puede ejercer por ti: puede sólo cumplir tu voluntad.

De esta sencilla verdad se derivan al menos dos consecuencias -o dos vertientes de una misma consecuencia- que percibimos en la política moderna: una es que los representantes se independizan, en cuanto son elegidos, de su propio electorado; otra, que ejercen el poder desde sí mismos.

La democracia representativa tiene algunos problemas constitutivos de gran calado:

Cómo se especifica una verdadera voluntad -imprescindible como base para el poder- del pueblo soberano, teniendo en cuenta que éste está formado -por definición- por una agregación informe de individuos libres y autónomos; cómo retiene el pueblo su poder soberano si utiliza representantes; cómo puede un representante gobernar sobre su propio mandatario; cómo encontrar, en los países de población numerosa, el modo de que el pueblo elija adecuadamente a sus representantes.


Los cuatro problemas se ha intentado solucionar de modo directo:

Mediante la permanencia de las asambleas; a través del continuo diálogo libre de dominio; o con el recurso a la consulta permanente por Internet; mediante el intento -rousseauniano- de convertir el representante en mero ejecutor de un mandato determinado; o por el ejercicio de la “filosofía revolucionaria de la revolución”, que iguala al pueblo con sus electos; mediante la esperanza -por ejemplo, marxiana- de que el gobernante sólo tenga que administrar cosas, y no gobernar personas; o a través de la ficción de que el gobierno es un servicio general al pueblo, y no una dirección real de personas concretas; mediante la multiplicación de las circunscripciones electorales, y el subsiguiente acercamiento de los candidatos a los electores; o a través de una información más precisa, detallada y exhaustiva acerca de los aspirantes.

Prácticamente todas las soluciones directas se revelan como inaplicables o incongruentes. Por tanto, es necesario buscar soluciones indirectas, es decir, mediadas por instrumentos creados al efecto. Ahora bien, ahí hace su aparición la “ética de primer nivel”, pues los que preparan y luego utilizan esos instrumentos han de respetar la intención fundamental del sistema democrático, que no es otra que la de colocar la soberanía en manos del pueblo.

Dado que los partidos han cristalizado como pieza clave de la democracia parlamentaria, a ellos compete en gran medida la tarea de ejercer -y educar a la sociedad en su uso- la “ética democrática”. Se trata de ajustar las propias acciones lo más posible al respeto de la voluntad popular.

Como es sabido, los partidos adquieren fuerza progresiva durante el siglo XIX y primera mitad del XX, y se convierten en pieza básica a partir de la 2ª guerra mundial. La causa de ello está en la conexión profunda de los problemas aquí señalados como 1) y 4).

La dificultad de individuar claramente la voluntad popular va pareja con la de individuar los representantes. Mientras hubo democracia censitaria y los votantes eran pocos y acaudalados burgueses, los partidos no eran más que instituciones privadas que intentaban influir, pero el poder político venía a coincidir con el poder socioeconómico real. Pero con el sufragio universal se rompe esa ecuación, y los partidos se convierten en pieza progresivamente imprescindible para el funcionamiento del sistema.

Con el sufragio universal se hace mucho más posible y verosímil: Que el poder político no coincida con el poder social real; que el pueblo no conozca a los candidatos.

De ahí la relevancia de los partidos; y de ahí también su gran responsabilidad ético-democrática.

En concreto, y con respecto a los dos problemas últimamente aludidos, se puede apuntar:

Los partidos procuran, a la vez, recoger la opinión pública e influir en ella. Aquí se impone una tarea ética difícil e ineludible: procurar acertar con lo que es verdadera voluntad popular, por debajo de vaivenes circunstanciales, y “empujar” dicha voluntad en una dirección que pueda ser llamada verdaderamente popular, es decir, verdaderamente buena para el pueblo. Ese respeto fundamental no siempre está presente, debido en el fondo a que se piensa -a diferencia de lo que se dice- que no existe una voluntad popular propiamente dicha, sino sólo estados de opinión, que son los que conviene averiguar, promover o manejar en orden siempre a la victoria en las urnas.

Al ser los partidos estructuras permanentes que tienen intención -y hasta necesidad- de perpetuarse, se llenan con relativa facilidad de compromisos personales, pues necesitan gente y apoyos fijos. Dado que, además, un parlamentario con frecuencia no juega apenas otro papel relevante que el de votar en el parlamento, los partidos pueden presentar, para las elecciones, a personas que no son ningún espejo ni del ni para el pueblo. Lo mismo, aunque en menor medida, puede suceder con respecto a otros cargos y posiciones.

Los partidos tienen también aquí una tarea ética de cierta dificultad: ser realistas en la elección de su propia gente, es decir, seleccionar gente útil para el partido, y lograr, al tiempo, que sean buenos representantes populares.

En realidad, estos dos problemas, que exigen respuestas ético-democráticas serias, tienen relación con uno de los problemas básicos de la democracia representativa, a saber, la falta de coincidencia entre el poder político y el poder social real.

Un partido -y los partidos son, sin embargo y como queda dicho, imprescindibles en la democracia representativa- no puede sobrevivir bien, y tal vez ni siquiera existir, sin los apoyos económicos y mediáticos suficientes. Si no los tiene, tendrá que buscarlos, y eso supone establecer compromisos. Aquí los partidos de masas, y sobre todo los de izquierda o centro-izquierda, se encuentran generalmente con muchos más problemas que los de derecha.

Puesto que la economía socialista no funciona, se ven obligados a presentar un programa de izquierda, pero a intentar después poner en marcha un sistema económico más bien de derechas.

Y, además, han de pagar a los que dieron dinero al partido, que no suelen ser lo pobres. Por si fuera poco, con frecuencia los izquierdistas poco adinerados que llegan al poder, quieren aprovechar la ocasión. En esas condiciones no resulta fácil ajustar las acciones de modo éticodemocrático. Es relativamente fácil -y lo hemos visto- que con un gobierno así saquen ventajas perfectamente legales algunos que ya estaban arriba de la escala social -y que tal vez subvencionaron al partido-, y saquen ventajas ilegales algunos miembros económicamente más débiles del mismo partido.

Análogamente, vemos a un partido sostener la voluntad popular en una dirección hoy y mañana en otra contraria si eso es bueno para sus propios intereses como partido. Estos cambios pueden a veces no ser en sí mismos éticamente incorrectos, pero provocan con frecuencia el desconcierto de los electores.

Es decir, la relación “economía-medios de comunicación-partidos” es imposible de evitar y provoca continuos problemas éticos, que son, a la vez, políticos y económicos. La dificultad más seria está en que toda actitud ética viene orientada por una obligación o compromiso fundamental, y en este caso la obligación es con respecto a una voluntad popular cuyo contenido no es, con frecuencia, suficientemente claro.

En relación con los problemas antes enumerados como 2) y 3), la dificultad es menos espectacular para el gran público, pero no es menos real e implica igualmente a la ética de modo profundo. Se trata del tema de la potestad y su carácter legítimo o no.

Como se señaló aquí al principio, no tiene sentido que un representante gobierne a su mandatario. Un verdadero representante actúa siempre -como bien señala A. d´Ors- ante terceros: representa a alguien ante otro. Entonces, si el gobernante no puede ser en verdad un representante del pueblo pero, a su vez, sostiene que su potestad es legítima porque le viene del pueblo, aquí hay una cuestión ética escondida. Esa cuestión se hace patente a través del problema de la obediencia o desobediencia civil.

¿Por qué ha de aceptar un ciudadano las disposiciones del gobierno? Si lo hace por miedo a la violencia de un castigo o por ventajas de algún tipo -económico, por ejemplo-, no obedece por verdadero respeto a dicho gobierno. Se respeta sólo la legitimidad, pero el problema, como queda dicho, es que aquí la legitimidad es formalmente proveniente del pueblo, pero no realmente. Y da incluso igual que el gobierno haya sido elegido pacífica y mayoritariamente: en cualquier caso, las decisiones que toma son suyas y no del pueblo.

Se puede decir que el gobierno ha de rendir cuentas de lo que hace ante las leyes y ante la opinión pública, y que esto garantiza al menos que, efectivamente, la última potestad reside en el pueblo. Sin duda hay algo de verdad en ello: no es fácil ni oportuno para un gobierno, generalmente, enfrentarse a la ley y a la opinión pública. Pero con frecuencia el problema no es tan difícil: un gobierno puede cambiar las leyes e influenciar la opinión.

El Estado de derecho no presenta problemas: al gobierno le basta con ajustar la ley para estar siempre dentro del derecho. También la opinión se puede reajustar, aunque esto sea más difícil.

Lo decisivo es que si todo esto se puede hacer con ciertas posibilidades de éxito ello es señal de que la potestad última no está realmente en el pueblo. Y eso es lo que sospecha mucha gente. De ahí la crisis de decepción popular, tan comprobada en las encuestas y por los múltiples y diarios intentos de pequeñas o grandes desobediencias civiles, que contrasta fuertemente con la doctrina oficial de partidos y medios de la opinión pública, todos los cuales no sólo mantienen la tesis de la soberanía popular, sino que incluso tienen una tendencia progresiva y muy clara a dogmatizarla.

En efecto, la doctrina política vigente hoy deja abierto un campo muy amplio para las opiniones, y defiende la tolerancia, pero no admite discusión sobre la idea y forma de la democracia misma. Eso significa que ella está simplemente dogmatizada y convertida en la fuente de toda potestad legítima. Pero sin saberse bien en qué consiste.

Ahora bien, gobernar, dirigir personas, tiene en sí algo ineludiblemente religioso, por cuanto implica confianza verdadera y entrega de la voluntad -del gobernante al gobernado y viceversa-.

Eso explica porqué todo gobierno legítimo se solía siempre apoyar en la referencia a la divinidad: los padres podían gobernar a los hijos porque habían recibido ya a través de la naturaleza misma ese encargo de Dios y por ello, su potestad era vicaria: en la medida en que ejercían sus funciones de acuerdo con el poder divino, tenían que ser obedecidos. Y lo mismo valía para cualquier poder civil: si se accedía a él, y se actuaba a continuación, de forma correcta, el poder era vicario (incluso, en caso extremo, pro bono pacis) y debía ser obedecido. Toda potestad viene de Dios: esta tesis paulina no significa, como es claro, que los cargos deban ser nombrados por la Iglesia, o que todo el que accede a un puesto tenga el sello divino, sino, simplemente, que el que obedece tiene un motivo legítimo para hacerlo, es decir, que se siente obligado legítimamente.

Si falta esto último, aparece el peligro continuo de desorden y desobediencia civil, o bien se da una tiranía encubierta, que consigue la obediencia por medio de la fuerza o de la compra de la voluntad. Y éste es el último punto al que es menester referirse aquí.

Percibimos con relativa frecuencia que se presenta como voluntad popular algo que no coincide con lo que en el interior de la conciencia aparece como justo. A diferencia de lo que sucede con la voluntad del Dios cristiano, que es en lo substancial clara y fiel a sí misma, la voluntad popular es con frecuencia difusa, voluble y variable. Dogmatizarla significa poner la ética del pragmatismo político como religión, por encima de la ética de una conciencia justa.

Para una persona individual y para un partido, llevar a cabo esa dogmatización supone un gran problema. Por un lado, propicia decisiones que van contra la naturaleza y realidad de las cosas, y eso se paga siempre. Pero, por otro, favorece un ambiente social de falta de seriedad, de lucha continua por la ventaja, de oportunismo -más allá de la justa búsqueda de la oportunidad-, que entristece y mata el alma de la sociedad, en la desconfianza de todos frente a todos.

En este sentido, el avance actual de la conciencia de que los problemas son planetarios y de enorme seriedad, el avance indudable -propiciado precisamente también por los siglos democráticos- del respeto a cada persona en sociedad, hace que cada vez se haga más claro que no basta con una ética superficial para resolver los problemas; que, por el contrario, una ética que legitima las acciones no puede ser ni la procedimental ni la meramente racional -que es abstracta-, sino una basada en el Dios transcendente.

Es una tarea ética de la máxima importancia en este momento el no continuar jugando con la tesis de la voluntad popular soberana cuya existencia, además de imposible filosófico-políticamente, y como consecuencia de ello, está contradicha cada día por los políticos democráticos.

2. La ética en la estructura sociopolítica de la democracia

Una de las confusiones que me parecen más llenas de consecuencias desafortunadas en el planteamiento democrático es la relativa a la distinción entre lo público y lo privado. Podemos adentrarnos en el tema mediante la referencia a la profunda implicación que se da entre esas dos realidades.

En efecto, lo privado es propiedad de una persona, pero ello tiene consecuencias públicas, ya que eso privado puede ser, y muchas veces es, legítimo respecto del bien común. Por ejemplo, dentro del matrimonio, el amor y la relación entre marido y mujer es algo privado, pero, sin embargo, el matrimonio es público en tanto que legítimo, y sobre todo a través de los hijos -que ellos mismos son el fruto de este amor- que contribuyen al bien general de la sociedad.

Por otro lado, lo público es algo que se refiere directamente al bien común, pero que es también privado en el sentido de que la persona o personas que dirigen lo público, para realizar correctamente su trabajo, tienen que amar y sentir como propio aquello que hacen. Esto no es solamente conveniente, sino inevitable. Para el que ejerce la función pública, la elección está entre el verdadero amor de su servicio -esto significa, hacer su trabajo por el bien público- o el amor egoísta -esto quiere decir, ejercer la función pública para intereses meramente particulares: corrupción-.

Pero la distinción actual entre público y privado es diferente. Por público se entiende lo que es de competencia del Estado y de las entidades relacionadas con él, y por privado lo que pertenece a la "individualidad del individuo". Desde este planteamiento, la relación entre público y privado es exterior y menos fuerte. Quizá por eso ha sido más necesario desarrollar fuertemente el ámbito intermedio de la opinión pública. Ella no es pública en el sentido oficial y político del término, pero tampoco está en el ámbito de lo privado.

El problema está en que, así como público y privado se entrelazaban internamente en el primer "modelo" señalado, aquí público y privado son dos formas diferentes, y el intermediario es, a su vez, diferente de la una y la otra, exterior a ambas, si se puede hablar así. De ahí esa peculiar situación actual de los medios de opinión pública, que resultan tan necesarios para la gente (conjunto de individuos privados) como para los políticos (que encarnan lo público), y, sin embargo, están bajo la continua sospecha de unos y otros.

El modelo típico según el cual se ha desarrollado la democracia moderna es el del sistema Estado-mercado. El Estado representa lo público, el mercado lo privado. Cada uno tiene un poder que el otro necesita. El mercado necesita la protección legal, policial, etc. del Estado, y su legalización (legitimación externa). El Estado necesita el dinero del mercado (enriquecimiento externo, a través de los impuestos).

El Estado recibe lo exterior de los individuos: su dinero. El Mercado -los individuos- reciben lo exterior del Estado: la mera legalidad. Sin embargo, Estado y mercado no son abstracciones, sino que se encarnan en personas concretas. ¿Cómo mantener relaciones meramente exteriores limpias cuando falta la interioridad, el amor por las cosas y las personas? En realidad las relaciones Estado-Mercado están, por ello, bajo permanente sospecha. La corrupción no es un fenómeno de estos años, sino que la sospecha de ella ha acompañado siempre al sistema. No es nueva en Francia, por ejemplo, la frase "tout est pourri", "todo está podrido", sino que estuvo ya en uso en el siglo XIX.

Son los medios de la opinión pública los que, entonces, toman a su cargo permanentemente el oficio de desenmascarar, y desvelar la corrupción allá donde se encuentre. Como expresaba un conocido profesor alemán, Odo Marquard, hace unos años, es conveniente desenmascarar a los demás antes de que ellos tengan tiempo de intentarlo contigo. Porque, efectivamente y como quedó insinuado antes, esos medios no quedan al margen de la lógica general del sistema, es decir, de la lógica de la corrupción.

Y es esa lógica la que pone de relieve, por contraposición, la importancia de la sociedad civil. Sociedad civil ha sido, desde el inicio de la historia de la democracia -tanto en su fundamentación teórica como en su realidad práctica- el nombre que sintetizaba todos los más profundos anhelos políticos. A la democracia se la concibe como el régimen político de una verdadera sociedad civil.

Y como, en su base última, sociedad civil quiere decir sociedad civilizada, por eso la democracia se considera el régimen político adecuado a la dignidad humana. Se suele repetir aquello de que "la democracia es un mal régimen, pero mejor que cualquier otro". En realidad, lo que una y otra vez, de hecho, se sostiene, es que es el régimen humano por excelencia.

La sociedad civil es aquella en la que reinan la libertad y la igualdad, el respeto de los derechos del hombre y el progreso. Por eso, cada vez que ha habido una crisis de la democracia, se ha acudido a la idea de sociedad civil para encontrar el criterio que permitiera corregir las desviaciones, puesto que la democracia quiere ser el régimen político de la sociedad civil.

Ahora bien, es muy difícil armonizar la libertad con la igualdad, la seguridad (derechos humanos) con el progreso, cuando todos esos factores se toman en cuenta principalmente en su carácter exterior. La dificultad se expresa en los diferentes puntos de vista: liberalismo y socialismo, progresismo y conservadurismo, quieren todos ser la fiel expresión del espíritu democrático, y esperan conseguir desde su método realizar la divisa democrática plenamente. Pero no lo logran. De ahí la aparición de los moderatismos y centrismos que, en la última postguerra europea, generaron el "Estado de bienestar".

Es la crisis del "Estado de bienestar", al que se consideraba la mejor fórmula democrática, el que ha vuelto a traer a la discusión el tema de la sociedad civil.

Los intentos que en estos últimos años se están haciendo para relanzar la sociedad civil son muy serios. Pero no será fácil que cambien mucho las cosas, porque no proponen suficientes correcciones para las estructuras de fondo. Es bien cierto que las reformas y perfeccionamientos han de ser siempre graduales. No es posible, ni en la persona individual ni en la sociedad, hacer cambios rápidos y fuertes que sean válidos, salvo excepciones. Hay que cambiar poco a poco, sí, pero al mismo tiempo es menester intentar saber bien a dónde se quiere ir y cuáles son los problemas de fondo.

El sistema Estado-Opinión Pública-Mercado, no acaba de funcionar bien, pues la gente se siente distante de los políticos y desconfía de los periodistas, a la vez que crece la sospecha de corrupción general. De otro lado, el "Estado de bienestar" puede resultar útil en ciertos momentos, pero es demasiado paternalista, y le quita iniciativa y vivacidad a la sociedad. La adormece.

Ante esta constatación, se intenta fomentar la sociedad civil. Ahora bien, mientras no cambie la concepción actual de lo público y lo privado, ni la relación fundamental Estado-Mercado, entendiendo por Estado el aparato político de poder representativo del pueblo, entendido éste a su vez como suma de individuos, el fomento de la sociedad civil tendrá que consistir principalmente en la descentralización del Estado, la potenciación de los municipios y regiones, la desregulación del mercado, el descenso de los impuestos, la privatización de la enseñanza y del mayor número de infraestructuras posibles.

Todo ello puede ser muy conveniente, pero lo que viene a indicar es que un liberalismo moderado es la fórmula democrática de más éxito. Sin embargo, en cuanto vuelvan a surgir los problemas -y surgen- sucede lo de siempre: el socialismo recoge las quejas de un sistema liberal en dificultades, y se echa mano del Estado.

Es muy difícil equilibrar poderes públicos autónomos, pues cada poder autónomo tiende a crecer, y es muy difícil equilibrar poderes públicos con poderes privados menos controlados. Puesto que, además, todo es externo, las tensiones pueden ser grandes. Es casi imposible impedir que se generen grandes desigualdades y grandes reproches de imposiciones arbitrarias de unos poderes sobre otros.

Por ello, el gran deseo de los mejores defensores de la sociedad civil es el de conseguir que la ética -y, con ello, la religión- pasen a ocupar un lugar real en la vida de la sociedad. Ética significa: autorregulación de cada persona, ley interior, y no sólo exterior. Sólo la ética -y la religión- pueden lograr el "milagro" de amar, de aunar, de sintetizar, lo privado con lo público, lo económico con lo político, en una cultura rica y abierta al mismo tiempo.

El desafío principal, por tanto, que hoy tiene la democracia -a mi modo de ver- es el de introducir la ética y la religión en la vida personal y social. Si el régimen feudal era personal pero basado en la sumisión, y el régimen post-revolucionario rechaza toda sumisión, pero no es personal, es hora tal vez de desarrollar una democracia sin sumisión, pero con sentido personal, interior, ético.

Hace falta, y ése me parece el reto de la democracia hoy, y la esencia de la sociedad civil, unir libertad individual e interioridad ética personal. Si lo entiendo bien, esa es -rectamente entendida- la profunda idea de la participación.

miércoles, 24 de febrero de 2010

UN NUEVO MALÓN MAPUCHE

Isidoro J. Ruiz Moreno *


El reloj de la Historia ha dado un salto atrás: otra vez, como en el pasado, indios mapuches de origen chileno reclaman propiedad en el territorio argentino, apelando incluso a la violencia, al igual que antes, para apoderarse de ella. Para mayor absurdo, se enarbola una falsificada bandera de los Incas. Algunas precisiones son útiles para conocer el problema.

En primer lugar conviene aclarar el hecho de que para avanzada la segunda mitad del siglo XIX, los indios que habitaban la República Argentina en su zona meridional no eran los originarios pobladores de la Pampa, pues la mayoría de ellos habían llegado desde Chile, desalojando a los primitivos pobladores nativos, aunque en rigor constituían una nación distinta a la República de Chile. Estos invasores, buscando suelos más feraces que las que habitaban tras los Andes, expulsaron muchas veces sangrientamente a los aborígenes de las llanuras, los llamados “pampas” por los argentinos. El mayor causante de tal atrocidad fue el cacique Juan Calfucurá.
Este jefe indio había sido llamado por Rosas para que, dominando a los demás caciques, le permitiese tratar con uno solo y no con la diversidad de ellos. Así nació la peligrosa Confederación de Salinas Grandes, conformando un verdadero Estado dentro de la Confederación Argentina, con todos los graves perjuicios que siguieron. El origen trasandino del poderoso Cacique General fue recordado por éste mismo en carta que dirigió al general Mitre en 186l (transcripta en el archivo del último): “Le diré que yo no estoy en estas tierras por mi gusto, ni tampoco soy de aquí, sino que fui llamado por don Juan Manuel, porque estaba en Chile y soy chileno; y ahora hace como treinta años que estoy en estas tierras”.
La Nación era heredera del antiguo Imperio Español, y con idéntico título que los conquistadores habían fundado ciudades en territorio americano, en las épocas siguientes ponían en vigencia la doctrina jurídica de la sucesión de Estados y avanzaban sobre los espacios vacíos, estableciendo nuevas poblaciones. La ocupación resultante se producía, claro está, en parajes deshabitados, pues no hay que imaginar que dicha Pampa estaba en su totalidad ocupada por los aborígenes. Tras la guerra contra Paraguay el Ejército Argentino se dispuso a penetrarla, aunque no para aniquilar a las tribus que allí residían -como ellas habían procedido contra sus ancestrales dueños-, sino para incorporarlos a la civilización.
Que los indios no eran originarios de Argentina les era recordado con frecuencia.
Un párrafo de las Memorias del coronel Manuel Baigorria refiere que en 1854 fue enviado por el Presidente Urquiza para celebrar acuerdos con los ranqueles, y su cacique Calvain le espetó: -Yo no permitiré que se pueble el río Quinto ni Santa Catalina, porque allí se han hecho tierra los huesos de mis parientes. La réplica del coronel Baigorria fue inmediata: -Así será, pero habrán sido invasores. Tus abuelos nacieron en la cordillera de los Andes y no acá.
Interesa conocer la respuesta que ofreció al cacique de los ranqueles Mariano Rosas, el coronel Lucio V. Mansilla, quien lo entrevistó en 1870: “Me arguyó que la tierra era de ellos. Le expliqué que el Gobierno les compraba, no el derecho a ella, sino la posesión, reconociendo que en alguna parte habían de vivir. Me arguyó con el pasado, diciéndome que en otros tiempos los indios habían vivido entre el río Cuarto y el río Quinto, y que todos esos campos eran de ellos. Le expliqué que el hecho de vivir o haber vivido en un lugar no constituia dominio sobre él. Me arguyó que si yo fuera a establecerme entre los indios, el pedazo de tierra que ocupaba sería mío: le contesté ¿si podía venderlo a quien me diera la gana? No le gustó la pregunta”.
Permanentemente les era recordado a los indígenas su procedencia, como mediante la carta dirigida en diciembre de 1875 al cacique general Manuel Namuncurá, por el teniente coronel Daniel Cerri, a propósito de los preparativos gubernamentales para avanzar la línea de la frontera: “Udes. no tienen derecho alguno a esos campos. Su padre Calfucurá no ha nacido en tierras argentinas sino en Chile, habiendo nacido en la orilla del arroyo Laima. Calfucurá y su gente se llaman Laima-che, y tienen sus relaciones y parientes en Chile”.
Otro elemento corroborante con lo expuesto está ofrecido por el siguiente diálogo mantenido en 1878, cuando el doctor Estanislao S. Zeballos entrevistó al cacique Pincén cuando éste se hallaba prisionero en Buenos Aires: -¿Por qué te separaste de Calfucurá?, lo interrogó aquel, obteniendo la siguiente respuesta del jefe capturado: -Porque yo soy indio argentino, y Calfucurá es vorogano de Chile, usurpador de nuestra tierra.
Era inadmisible que dentro de la República Argentina existieran enclaves ajenos a su soberanía y jurisdicción. Desde la Constitución de 1853 se estableció como premisa “el trato pacífico con los indios”, y los Gobiernos ofrecían a estos últimos someterse a las autoridades y leyes del país, otorgándoseles a cambio terrenos, útiles de labranza y dinero.
Por otra parte, es menester puntualizar que las tribus radicadas en Argentina se componían de escasos individuos: no hay que creer que la Pampa estaba poblada por entero. En 1879 el general Roca informó al Gobierno, según datos necesarios para efectuar su ofensiva, que la totalidad de los aborígenes hasta el río Negro por el sur, y los Andes por el oeste, se calculaba en 20.000 almas, de los cuales apenas 2.000 eran guerreros.
Hoy la Historia se repite. ¿Sería aventurado suponer que especuladores utilizan a los indígenas para poner en conflicto al Estado, reclamando lo que no les corresponde, alentándolos incluso a obrar por medios violentos? No es arriesgado sospechar que si
éstos obtuvieran su propósito, aquellos comprarían a precios bajos las tierras que se concedieran a los indígenas, para comercializarlas con mayores ganancias.
* Miembro de número de las academias Nacional de la Historia y Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Este artículo fue publicado en “Nueva Provincia” de Bahía Blanca, “Opinión” de Río Negro, y “La Bandurria” de San Martín de los Andes.

lunes, 22 de febrero de 2010

EL PROBLEMA MAPUCHE EN EL SUR ARGENTINO

Dr. Roberto Edelmiro Porcel *

Invocando la reforma constitucional sancionada el 1994, que agregó el inciso 17 a su artículo 75, se han producido en nuestro sur, ocupaciones y reclamos de tierras totalmente improcedentes, que afectan ante el desconocimiento o desinterés de estos sucesos por muchos argentinos y la pasividad, cuando no la colaboración de autoridades en el orden nacional, provincial y municipal, nuestra soberanía territorial, violentando además garantías esenciales, consagradas por los artículos 14 y 17 de nuestra Constitución.-

Sus autores son los Mapuches, que carecen en absoluto de derechos para sus reclamos y violencias, por no ser el suyo “un pueblo originario” de nuestro país.-

Lamentablemente cuentan en su accionar con el apoyo o la pasividad de organismos dependientes del estado, del obispado de Neuquén y de organismos que se crearon para proteger derechos humanos, que aparentan con su proceder desconocer nuestro pasado histórico o un gran desinterés por defender lo nuestro.-

El hoy llamado pueblo Mapuche, nuevo nombre que han tomado en el siglo XX las naciones Araucanas, es originario del Arauco, en la hermana Republica de Chile.-

Que hay entonces detrás de esto.- Como paso inmediato, un gran negocio inmobiliario, del que son protagonistas indígenas (no todos) de ascendencia chilena, de raza Andido-Peruana, que cuentan con el apoyo económico de intereses foráneos (La principal OIG –Mapuche International Link- que los apoya, tiene su sede en 6 Lodge Street, Bristol, Inglaterra.- También operan desde Holanda).- Como segundo paso, la desmembración de parte de nuestro territorio.-

Los Mapuches, originariamente denominados Aucas, fueron llamados araucanos por lo españoles que entraron a Chile durante la conquista y posteriormente por nosotros hasta fines del siglo XIX.-

Su territorio original (el Arauco), estaba perfectamente delimitado en Chile (ya que eran sedentarios, por ser además de cazadores y recolectores, agricultores).- Sus limites eran el río Bio Bio al Norte, el Toltén al Sur, el Océano Pacifico al Oeste y la cordillera de los Andes al Este.-

Por eso vivían en Rucas, casas hechas de madera en las regiones boscosas o de piedra en las montañosas, a diferencia de nuestros aborígenes, de ascendencia Pampeana, que como eran nómades, vivían en toldos de cueros, fácilmente transportables en sus continuos traslados.-

Los indígenas Araucanos se caracterizaban por su baja estatura (alrededor de l m. 60), siendo su torso mayor que sus extremidades, a diferencia de nuestros tehuelches que eran altos, atléticos, muy bien proporcionados.- Median nuestros Guenaken (llamados también Puelches o Pampas Serranos) y los Gununa Kena o Pampas, alrededor de 1 m.70/1 m. 75.- Los Aoniken (Patagones), eran aun más altos (1m. 80/1 m. 92).-

También se diferenciaban por la forma de sus cabezas, unos eran braquicéfalos, los otros Dolicocéfalos.-

Los araucanos, estaban mucho más adelantado que nuestros aborígenes sureños.- Conocían el arte del tejido para su vestimenta, mientras nuestros indígenas se cubrían con pieles de los animales que cazaban, cocidas con tientos entre sí.-

Finalmente también sus armas eran diferentes, la lanza contra la bola.-

Vemos que se trataba de pueblos totalmente distintos, que comenzaron a comunicarse por la presión de los españoles en Chile y más aun con la llegada y uso del caballo, que les permitió tener originariamente tratos y relaciones comerciales.-

Pero los hechos que se produjeron en la última parte del siglo XVIII y más aun en el siglo XIX, durante el proceso de emancipación de Chile (la llamada guerra a muerte), hicieron que los aborígenes del oeste de los Andes entraran masivamente primero a malonear y posteriormente a asentarse y posesionarse de nuestro mal llamado desierto, venciendo y lanceando por su superioridad numérica y mejor preparación para la guerra, a nuestros naturales, que debieron cederles sus asentamientos y tierras.-

Con que derecho invocan entonces el carácter de “pueblo originario” en suelo argentino.- Con ninguno.-

Pasemos ahora a analizar el poblamiento actual en Argentina de los hoy denominados Mapuches.-

Outes y Bruch en su opúsculo publicado en 1910 sobre “Los Aborígenes en la República Argentina”, nos informan que los Araucanos, que a partir de mediados del siglo XVIII fueron ocupando espacios de nuestros pampas, no pasaban en nuestro país en esa época (principios del siglo XX), de unos pocos centenares de personas, diseminados en la provincia de Buenos Aires y las gobernaciones de La Pampa. Neuquén y Río Negro.-

Horacio Zapater, que a mediado del siglo XX viajo al país Araucano (el Arauco en Chile), explica con claridad en las “Notas de su Viaje por el país Araucano”, el problema de su aumento poblacional y gran expansión, que se extiende hoy también a nuestro país.-

La cultura araucana, en su tierra de origen (Chile), se encontraba en 1950 en una encrucijada.- Algunos buscaban la asimilación a la civilización occidental católica.- Otros se aferraban a sus tradiciones.-

La familia Araucana era ya en ese entonces muy numerosa, merced a que el termino medio de hijos de cada familia rondaba en seis o siete y que carecían de enemigos que los diezmasen, desde que en Chile fueron batidos por el coronel Urrutia, en la misma época de las campañas de Neuquén del general Villegas.-

Explica Zapater que tras pacificarlos (1883), el gobierno de Chile dispuso que se le repartieran extensiones importantes de tierra en el Arauco para su subsistencia, pero esta disposición no se cumplió.-

En Chile se pensaba que conviviendo el aborigen con el hombre blanco, por su debilidad para soportar las enfermedades de estos últimos, como eran por ejemplo en esos tiempos la peste y el cólera, estas los diezmarían y con ello y el lógico mestizaje, estaban llamados a la extinción.-

Nada de eso ocurrió.- Hoy su número es varias veces mayor que en épocas de la guerra del Arauco, y por sus reclamos de tierras en Chile por medios violentos, se les aplica la ley antiterrorista, reprimiéndose con severidad por las fuerzas de seguridad (carabineros), sus intentos de apropiación de tierras y sus desmanes.-

En cambio en nuestro país no se los reprime.- Por ello cada vez son más los que cruzan la frontera a nuestra sur y aunque sus padres o sus abuelos son chilenos de nacimiento, pretenden derechos sobre tierras que tienen legítimos propietarios y que a ellos no les correspondieron jamás.-

Su numero actual en la Argentina, se estima que supera las 120.000= personas, de los cuales cerca de 80.000= están en Neuquén y nuestro sur.- Pero debe hacerse respecto de las mismas una diferenciación.- Son muchos -sobre todo los más antiguos en Argentina-, los que están asimilados a nuestro modo de vida, se sienten argentinos, que por cierto lo son y no participan ni apoyan el movimiento denunciado.- Ellos son ajenos a estos reclamos y a este proceder de las comunidades organizadas para usurpar.-

Conviene aclarar que “Pueblo Originario”, es conforme las convenciones de la O.I.T Nº 107 del 1957 y Nº 169 de 1989 y la ley nacional Nº 23.302, aquel que vivía en nuestro territorio, o en una parte de nuestro territorio, en el momento de la conquista y colonización española.-

Finalmente, debe tenerse en cuenta que estas comunidades organizadas, mediante el uso de la fuerza, usurpan y ocupan campos y terrenos que no les pertenecen por ser legalmente de propietarios privados, del Estado o de Parques Nacionales.- Así, solo a titulo de ejemplo, han desalojado de su colegio Mamá Margarita en el Parque Lanín, zona del Lago Lacar, a las educadoras Salecianas, han prohibido el culto en una capilla católica de Quila Quina ubicada dentro de un Parque Nacional, ocuparon un hotel 5 estrellas en Piedra Pintada, en Villa Pehuenia, ocuparon el cerro Belvedere en La Angustura, la estancia Tiger Way en el lago Quillen, piden 500 hectáreas en tierras aledañas al cerro Otto en Bariloche, un campo de la escuela militar de montaña en el Circuito Chico, cobran peajes para cruzar caminos públicos de nuestra patria, invocando que están en tierra mapuche, han bajado de au mástil en un campo militar nuestra azul y blanca, para reemplazarla por la bandera que han diseñado a fines del pasado siglo XX y han realizado más de 400 ocupaciones de tierras ricas.- Reclaman y/u ocupan como propias, nada menos que varios millones de hectáreas.-

No puede dudarse, que su pretensión final, es tener un estado Mapuche independiente, dentro de nuestra República Argentina, ya que como confiesan, ellos no se sienten argentinos, sino mapuches.-
* Miembro de número de la Academia Argentina de la Historia

domingo, 21 de febrero de 2010

EL PATRIOTISMO PANHELÉNICO DE DEMÓSTENES

—Cuando un fracaso termina triunfando—

Ricardo Rovira Reich *

Cualquier persona sensata que lea el título de este artículo podrá pensar "¿Y este tema a qué viene ahora? Hay que aprovechar bien el tiempo, esto no tiene interés leerlo". Sin embargo, en este año del Bicentenario de la Patria podemos quizás advertir un crecimiento en nuestro interior de sentimientos patrióticos, a pesar de tantas decepciones como también sentimos, y seguramente acudirán a nuestra memoria testimonios de patriotas que supieron encontrar, en distintos momentos de la historia, salidas a la decepción, sirviendo a su patria del modo que las circunstancias les permitieron.

Por otra parte, ya está generalmente admitido que en los clásicos encontraremos siempre motivos de inspiración para que —descodificando lo propio de su tiempo— extraigamos lo universal y permanente que permite fructuosa aplicación en el nuestro. No en vano, en estas mismas páginas de Prudentia Politica se acaban de publicar acertados comentarios al "Regreso de Platón". Demóstenes no fue un patriota ateniense, sino un patriota griego, que aspiraba a la unión de todas las ciudades-estado de la Hélade, algo así como en nuestro tiempo y lugar lo fue nuestro querido Alberto Methol-Ferré con respecto a la Patria Común Sudamericana.

En la escuela primaria muchos de nosotros ya conocimos a Demóstenes por su ejemplar superación de la tartamudez de su infancia, llegando a convertirse, a pesar de ello, en el mejor de los oradores. Estos hechos han pasado a la cultura popular, pero otros aspectos de su vida y obra suelen ser muy desconocidos para el gran público. Vivió circunstancias en parte homologables a las que se viven en la Argentina actual. En su tiempo en Atenas había cundido el desinterés político, y nadie se mostraba dispuesto a pagar los impuestos necesarios para sacar adelante la causa social común, que en ese momento era la guerra contra los macedonios.

Su vida es contemporánea con la de Aristóteles: nacen el mismo año y mueren el mismo año, unos meses después que Alejandro Magno. El orador y hombre de estado —figura descollante en la Atenas del siglo IV a.C.— nace en el demo ateniense de Peania en el 384. Muere suicidándose con veneno—para no caer vivo en manos de Antípatro— en el 322. Todo en su vida y en su obra le supuso un enorme esfuerzo. A lo largo de la historia ha sido un lugar común ponerlo como ejemplo de quien ha sabido vencer sus dificultades naturales. Al quedar huérfano de padre a los siete años, sus tutores le arrebatan injustamente la herencia y comienzan sus penalidades para abrirse camino en la vida. Su primera actuación como orador litigante, tendrá que llevarla a cabo apenas superada la pubertad, para intentar recuperar parte de sus bienes, enfrentándose con sus desleales tutores. Trabajará como logógrafo y abogado, y ejercerá también el magisterio en elocuencia y en leyes[1]. Es discípulo de Iseo y atento lector de Isócrates, maestro éste de oradores del que ya hemos hecho referencia en estas páginas.

El comienzo de su vida de hombre público también está erizado de grandes inconvenientes. Cuando en el 354 a.C. interviene directamente por primera vez en la política exterior de Atenas, ésta vive plenamente la crisis de la democracia, producida por la acumulación de los perjuicios derivados del desequilibrio económico, social y político que se venía arrastrando desde la guerra del Peloponeso. Entre otras dificultades podemos espigar: devastación de tierras, destrucción de olivares y viñedos, revueltas en las ciudades aliadas, que abandonan a Atenas, desaparición del phóros —tributo de la Liga Ático-Délica que pagaban las ciudades confederadas—, demolición de los Muros Largos que conectaban con El Pireo, desintegración de la flota que había asegurado el dominio de los mares... Todo ello ha provocado el desinterés de los ciudadanos por la política y su negativa firme a contribuir a los gastos de la guerra. A mediados del siglo IV a.C Atenas se encuentra en la situación de decadencia magistralmente descrita por Isócrates en el Aeropagítico. Ya no parece posible la Atenas del Panegírico.

A ese enjambre de dificultades se enfrenta Demóstenes, intentando hacer retoñar las glorias del pasado, pero sometiendo sus anhelos a un cauteloso realismo. Sigue en esto el ejemplo de eminentes estadistas de la Segunda Liga Marítima, en especial Calístrato de Afidnas. Estudió a fondo la obra de Tucídides para inspirarse y hacerse con la esencia del glorioso pasado patrio. Políticamente debuta en el partido conservador de Eubulo, "insigne hacendista, defensor a ultranza de una política fundamentalmente atenta a los asuntos económicos y financieros del estado"[2]. Pero en 352 a.C. pasa a una fase más activa, desvinculándose de Eubulo, a quien considera excesivamente prudente y atento sólo a los asuntos internos. Se inicia así en la línea política seguida anteriormente por Calístrato, caracterizada por el principio del equilibrio de fuerzas, como se refleja en su discurso En defensa de los Megalopolitas. A pesar de no haber sido atendida su propuesta, el desarrollo posterior de los hechos confirmó el acierto de su análisis.

Haciendo un rápido recorrido por el Corpus Demosthenium, nos encontramos después con el discurso Por la libertad de los rodios, donde se enfrenta otra vez a la opinión preponderante y a la política pacifista de Eubulo; allí ya da a entender que el verdadero peligro para Atenas es Filipo II de Macedonia y no el Gran Rey de Persia. Los acontecimientos posteriores volvieron a darle la razón. Con los cuatro discursos Contra Filipo y los tres Olintíacos —conocidos tradicionalmente como Filípicas y Olintíacas— Demóstenes pretende transformar la voluntad de su pueblo ante la nueva situación, educándolo en el discernimiento. Los atenienses se niegan a aceptar los sacrificios que pide el orador peanieo, pero éste, una vez más, acierta: en el año 348 a.C. cae Olinto y son destruidas todas las ciudades de la Confederación Olintíaca. Paradójicamente, él y su enemigo Esquines son nombrados para la embajada que negociará la paz en la corte de Filipo; se conseguirá en el 346: la "Paz de Filócrates". En su discurso Sobre la paz —a diferencia de Isócrates en su Filipo— está convencido de que es inevitable el conflicto definitivo con el macedonio, pero busca la opción posible más realista y oportuna.

Hay personas cuyo sino es oponerse a otras. Es el caso de Esquines[3], el gran rival de Demóstenes. Constituye un interesante modelo de temprano pragmatismo político. Considera utópico y fuera de tiempo (anacrónica) la pretensión de Demóstenes de mantener la hegemonía de Atenas. Hay que adaptarse a los tiempos, y a la evolución de las ciudades-estado. Funda una nueva praxis política.

En el Segundo discurso contra Filipo, Demóstenes hace ver que, una vez más, los hechos han dado la razón a sus advertencias, y arremete contra Esquines, presentándolo como culpable de tantos fracasos en la política exterior de Atenas y de las desafortunadas decisiones a las que condujo su influencia: un espíritu aparentemente moderado y sensato, imbuido de un pragmatismo escéptico con los grandes ideales, pero a la postre gravemente imprudente, por no saber discernir el significado más profundo de los hechos. Esquines es procesado, aunque absuelto por una mínima diferencia de votos. No así Filócrates. Ambos procesos son consecuencia del discurso demosténico Sobre la embajada fraudulenta[4], y la eficaz acción de Hiperides.

El vibrante patriotismo panhelenista de sus discursos posteriores es, en marcada diferencia con el panhelenismo de Isócrates, de un fuerte acento antimacedónico. A partir del año 342 a.C. su elocuencia recorre las ciudades griegas ganando aliados para su causa. En la Cuarta Filípica incluso insinúa que Persia podría entrar en la alianza. Se unen Argos, Acaya, Arcadia, Corinto, Mesenia, e incluso Tebas, a la alianza contra el Macedonio capitaneada por Atenas. La estrategia del equilibrio de fuerzas aún está vigente, pero cuando aprovechando un resquicio que le brinda el Consejo Anfictiónico[5] —por una desacertada intervención de Esquines— Filipo cae sobre Elatea en Beocia, el gran orador ateniense acepta que ha llegado el momento en que tienen que decidir las armas. Ya estamos en la celebérrima batalla de Queronea (338 a.C.)— cuna y morada de Plutarco— sepultura de la autonomía de las ciudades griegas.

Ocho años después de esa decisiva batalla, en el año 330 a.C., se pronuncia el discurso que es obra maestra de la oratoria de todos los tiempos: Sobre la corona. La ocasión es defender a Ctesifonte de la acusación de Esquines, quien acusa de ilegal la propuesta de aquél, consistente en conceder una corona de oro a Demóstenes en premio a sus servicios públicos. La enemistad irreconciliable entre los dos grandes oradores opera como fuerte estímulo interno en esta pieza magistral. Pasados 24 siglos, podemos seguir fijándonos en su estrategia conceptual y verbal para aprender retórica política. En su momento, ya había advertido Libanio en sus Argumentos:

"Pero el orador no sólo comenzó por la cuestión de su gestión de los asuntos públicos, sino que, además, volviendo a ella acabó su discurso, obrando así de acuerdo con las reglas del arte: pues hay que comenzar con los más fuertes argumentos y terminar en ellos (...). A esta última ley, la tercera, que resultaba útil, asiéndose el orador como a un ancla, derribó al adversario, valiéndose para ello de un procedimiento habilísimo y tremendo para su acusador: pues por ahí pudo hacer presa en su enemigo y abatirlo. Porque las otras dos leyes (...) desechándolas, las arrojó a la parte central del discurso, maniobrando así como astuto general «al haber empujado a los cobardes al centro»; y, en cambio, emplea su argumento más fuerte en los extremos, fortificando por uno y otro lado los puntos débiles de las demás partes"[6].

La argumentación académica suele proceder de lo más a lo menos universal, apoyando las razones posteriores, o derivadas, en las anteriores que les sirven de sustento. Se intenta ir pasando de lo más simple a lo complejo. De este modo, se comprende mejor la progresión del razonamiento y éste va ganando fuerza en su desarrollo. Pero a la hora de pasar al debate político —donde se trata de convencer también a través de efectos emotivos— es útil estar atento a no dejarse influir demasiado por ese método de origen académico —menos brillante y efectista— y saber usar los recursos propios del arte retórico, como podemos aprender en Demóstenes.

La inesperada muerte de Alejandro en Babilonia, durante el año 323 a.C., hace renacer la esperanza de libertad en las ciudades griegas. Demóstenes e Hiperides trabajan en la organización de una liga de resistencia. Después de unos prometedores inicios bélicos en la llamada "Guerra Lamíaca", el general de las huestes macedónicas, Antípatro, derrota en Tesalia a la alianza griega. Antípatro no solamente establece una guarnición en Muniquia y reforma la constitución ateniense, sino que también ordena la entrega de algunos selectos políticos antimacedonios, entre los que están Hiperides y nuestro orador. Éste huye, se acoge al sacro asilo del templo de Posidón en Calauria, pequeña isla en la costa de la Argólide, cercana a Trecén —patria de Teseo—, pero cercado por sus perseguidores —comandados por el actor Arquias— se suicida ingiriendo veneno, para no caer en manos de Antípatro. Estamos en el 322 a.C., año en que mueren Demóstenes, Hiperides, y la independencia de Atenas.

Demóstenes es también el canto de cisne de la democracia griega[7]. Se cierra un tiempo dorado a los ojos helénicos para siempre, y al que vuelven continuamente la mirada los nostálgicos de una democracia que aparece como paradigma político universal.

La vida de Demóstenes nos muestra que autores y actores políticos tan preparados y brillantes, alcanzaron en la práctica magros resultados. Pueden ser un símbolo de ello, los escasos nueve años que dura la primacía tebana a pesar de la inmensa estatura de Epaminondas, o las poco más de tres décadas de prevalencia efectiva de Esparta, a pesar de haber sido preparada durante siglos de férrea educación y disciplina. Ese balance que puede ser entendido como negativo, nos permite justipreciar la acción de otros factores que intervienen, además de los buenos o malos políticos y la formación recibida. Influyen también el resto de los ciudadanos —muchas veces para mal—, influyen las otras ciudades, los demás países (Persia, Macedonia...), influyen las cambiantes circunstancias materiales y económicas, las catástrofes naturales (que para ellos eran, además, la voluntad de los dioses...), y un largo etcétera.

Pero el "fracaso" de una buena voluntad política, sirve para ampliar el conocimiento de las variables que intrevienen en lo político-social y, en cualquier caso, no pueden inhibir de que cada uno intente hacer todo lo que se puede hacer. Es el camino que tomaron estos grandes hombres. No podemos olvidar —como bien recuerda Leo Strauss[8]— que es característico de la mejor filosofía política el intentar ser perfectiva. Está en su esencia, y todo lo que lleve a la posibilidad de perfeccionar, de mejorar, le interesa. Demóstenes no intentó perfeccionar la política de su tiempo con la educación —como lo procuraron Platón e Isócrates—pero sí lo intentó con su propia dedicación, y con un temple, generosidad y derroche de talento admirables. Además, estos autores aparentemente fracasados en el corto plazo de las realizaciones políticas concretas, han servido de inspiración perenne y universal en el largo aliento del pensamiento filosófico-político. Existen otros modos de dominar, más allá del sometimiento militar y de la imposición de la propia potestad en lo institucional. A veces las circunstancias han impedido que los mejores empeños producieran frutos adecuados, pero como en el caso de la Atenas de Demóstenes, un fracaso puntual devino en un triunfo perenne: las conquistas del macedonio Alejandro dieron comienzo al nuevo fenómero del helenismo, extendiendo hacia horizontes inusitados la cultura y el pensamiento de las antiguas ciudades-estado de la Hélade. Y así se inició una forma de dominación en lo intelectual, y en lo cultural, que dura hasta nuestros días.

Pamplona (Navarra) 7-II-10
* Dr. en Ciencias Políticas y de la Administración (Universidad Complutense).Dr. en Filosofía (Universidad de Navarra). Capellán del Instituto “Empresa y Humanismo” y profesor en el Doctorado en Gobierno de la Universidad de Navarra. Presidente del consejo asesor de CIVILITAS (Córdoba, Argentina)
CITAS

[1] Para conocer la obra de Demóstenes hemos usado la edición: DEMÓSTENES, Discursos Políticos, en tres volúmenes, de la Biblioteca Clásica Gredos (números 35, 86 y 87) con introducciones, traducción y notas de A. López Eire, Madrid 1980-1985. Para conocer su vida, la fuente principal de todos los autores suele ser PLUTARCO, Vida de Demóstenes. LIBANIO es también importante por su Argumentos de los discursos de Demóstenes, acertadamente incluido como parte de la introducción, y luego intercalado como comentario a cada pieza específica, en la edición que utilizamos. El gran rival de Demóstenes, ESQUINES, brinda también datos biográficos suyos (cfr. ESQUINES, Discursos, Testimonios, Cartas, introducciones, traducción y notas de José María Lucas de Dios, Colección Clásica Gredos nº 298, Madrid 2002, 650 pp). Son de interés, asimismo, los datos autobiográficos que brinda nuestro autor en alguno de sus Discursos, y La Vida de los diez oradores del PSEUDO-PLUTARCO, la Epístola a Ameo de DIONISIO DE HALICARNASO, y los tres artículos del Lexicon de SUIDAS dedicados a Demóstenes.
[2] Cfr. LÓPEZ EIRE, A., en DEMÓSTENES, Discursos Políticos I, Biblioteca Clásica Gredos nº 35, Madrid 1980, 1ª reimpresión 1993, pág. 17.
[3] Cfr. ESQUINES, Discursos, Testimonios, Cartas, introducciones, traducción y notas de José María Lucas de Dios, Colección Clásica Gredos nº 298, Madrid 2002, 650 pp.
[4] Cfr. DEMÓSTENES, Discursos Políticos II, Gredos 86, Madrid 1985, 442 pp.
[5] Cfr. DEMÓSTENES, Discursos Políticos III, Gredos 87, Madrid 1985, 466 pp.
[6] LIBANIO, Argumentos de los Discursos de Demóstenes, en DEMÓSTENES, Discursos I..., pp. 375-376.
[7] Cfr. CLOCHÉ, Paul, Démosthène et la fin de la démocratie athénienne, Paris 1937; CLEMENCEAU, Georges, Démosthène, Paris 1924; FERNÁNDEZ-GALIANO, Emilio, Demóstenes, Discursos escogidos, Madrid 1978; JAEGER, Werner, Demóstenes. La agonía de Grecia, México 1945; PICKARD-CAMBRIDGE, A.W., Demosthenes and the last days of Greek freedom, Londres 1914.
[8] Cfr. STRAUSS, Leo, ¿Qué es Filosofía Política?, Ediciones Guadarrama, Madrid 1970, (título original: What is Political Philosophy?, The Free Press, New York 1968), pp. 11-12. Un ejemplo de la diferencia entre filosofía política y teoría política es la que puede encontrarse entre Isócrates, Jenofonte, Platón y Aristóteles —todos ellos preocupados del aspecto perfectivo para la sociedad— y algunos autores de la época, como el Pseudo-Jenofonte en La República de los Atenienses, donde de manera temprana (440-420 a.C.) se formula una teoría o ciencia política que no quiere ser filosofía: se tratan los factores históricos, geográficos, productivo-económicos y demográficos, que influyen en la configuración de un determinado régimen político —casi podría decirse que es un ensayo avant la lettre sobre la influencia de la "infraestructura" en la "superestructura"— pero desvinculado de lo que pueda ser mejor o peor para la felicidad de los ciudadanos (cfr. PSEUDO-JENOFONTE, La República de los Atenienses, introducción, traducción y notas de Orlando Guntiñas Tuñón, Colección Clásica Gredos nº 75, Madrid 1984). El caso de Esquines es otro ejemplo de pragmatismo político que genera una teoría política, desconectada de intenciones finalísticas. Su postura promacedónica es producto de puras razones de oportunidad. Su elegancia en el decir, más su habilidad para la insinuación insidiosa y para el halago de los sentimientos populares, no le alcanzaron para vencer a Demóstenes: le falta el requisito de ser vir bonus para que el dicendi peritus logre convencer.


Ética

Princípio de Ação para a Solidariedade *

Vilmar Vandresen

Com o presente texto, pretendemos iniciar um processo de reflexão e discussão, acerca da ética, numa perspectiva fática e objetiva, procurando compreendê-la como um componente existencial do ser humano,

A ética é uma questão controvertida em função do subjetivismo e do relativismo que permearam grande parte das discussões, confundido-a, freqüentemente, com a moral, e muitas vezes, reduzindo-a a mecanismo de salvaguarda dos interesses de corporações, instituições religiosas e diferentes correntes de pensamento. É instigante, pois está diretamente relacionada às ações e à existência do homem, cuja compreensão é sobremaneira desafiadora. É extremamente importante porque, apesar do extraordinário progresso tecnológico-científico, a vida humana parece não ter alcançado a devida importância e significado, nas diversas partes do mundo, no seio das mais variadas ideologias, sociedades, religiões e sistemas político-econômicos.

Atualmente, a questão ética tem ressurgido nos mais diversos setores da atividade humana como um recurso necessário para a compreensão das diferentes ações e dos diferentes modos de ação humana, sua finalidade e seu sentido.

“O ressurgimento da ética se deve ao fato de as pessoas terem percebido que o mundo não é nem religioso, nem ateu. Há um espaço entre essas duas posições, no qual cabem os valores” (McCarty, apud Naisbit, 1990, pág. 316).

As diferentes posições assumidas em relação ao problema das ações humanas não permitiram uma compreensão coerente; então, faz-se necessário que sejam superados o relativismo e o subjetivismo, pois, caso contrário, como poderíamos fazer julgamentos corretos acerca dos comportamentos e atitudes humanas, em diferentes situações e fatos? Como, por exemplo, dizer que o holocausto foi um mal? Como dizer que a demissão de um empregado foi injusta? Como dizer que um político é corrupto? Como considerar a miséria injusta, entre outros, se o bem, o mal, o bom, o certo, o justo, etc, dependem do interesse, das condições, dos sentimentos de cada pessoa individualmente?

O ser humano é constituído pela conjugação de diversas dimensões: psíquica, afetiva, física, espiritual, econômica, política, etc, que precisam funcionar equilibradamente, sem sobreposição de umas às outras, sob pena de comprometerem a própria existência do homem.

A construção da humanidade do homem só pode ser efetivada pelo equilíbrio entre todas as dimensões que o constituem e pelo equilíbrio nas relações dos homens entre si. Além disso, construir a própria humanidade é uma tarefa da qual cada ser humano não pode eximir-se, nem tão pouco negligenciar a sua condição natural como um ser biológico e social.

Como ensina Oliveira (1993), o que esta em jogo para cada indivíduo é a conquista de seu ser homem, a determinação de seu ser enquanto tal. A consecução da determinação do homem só é possível através de um processo de universalização, através do qual o homem, superando a particularidade do indivíduo, se abre à configuração permanente do seu ser, que permanece imutável em todas as mudanças de seu existir histórico.

O equilíbrio entre as diversas dimensões humanas, capaz de permitir ao sujeito a conquista de sua humanidade, só se efetiva por meio da ética. Ela é que orienta o sujeito nas suas decisões, tanto em relação aos outros seres humanos, ao mundo, ao trabalho, à vida. Sem esse equilíbrio, o ser humano acaba supervalorizando determinados aspectos de sua existência em detrimento de outros, gerando conseqüências degenerativas, tanto para si, quanto para a sociedade, com se pode perceber em diversas situações, como a corrupção política, o desemprego, a fome, a violência, os entorpecentes, o holocausto, etc.

A ética, portanto, além de ser um componente existencial do homem é uma necessidade inerente e subjacente á própria existência e condição para que ele compreenda o sentido, a razão do seu ser e de suas ações.

“As questões éticas se relacionam com nossa necessidade de compreender o que significa ser humano, especialmente à medida que rejeitarmos a noção de que a ciência e a tecnologia têm todas as respostas”. (Naisbit, 1990, p. 316).

Enquanto dimensão humana existencial, entendemos a ética como um conjunto de princípios e valores universais, permanentes, não prescritivos, não normativos, fundados na natureza biológica e social do homem, justificados pela racionalidade e consciência e que se constitui como condição necessária para a plenitude e o sentido da existência humana.

Esclarecido o conceito que defendemos para a ética, passamos a explicitar os termos que o compõem.

Por princípios, queremos designar o fundamento, a origem, a causa primeira, a estrutura básica sobre a qual se organiza e se constitui o equilíbrio necessário à existência e às ações humanas. Assim, consideramos como princípios éticos fundamentais:
a) Princípios motivacionais: virtude e vontade;
b) Princípios de conteúdo: justiça e verdade;
c) Princípios de forma: liberdade e responsabilidade.

Para que o ser humano consiga agir eticamente é necessário, antes de tudo, uma causa interna, um motivo que o tire da apatia e do conformismo diante das injustiças, da falsidade, da violência, do egoísmo, da covardia ou das exigências do grupo a que pertence.
Esse princípio motivacional é a virtude, que corresponde à coragem, ao vigor, à potência, à capacidade e determinação com que o sujeito escolhe determinada coisa ou ação, assumindo-a sem titubear ou esmorecer diante de qualquer adversidade ou imposição, seja de ordem moral, religiosa, política ou ideológica.

Por outro lado, entendemos não ser possível a prática da virtude, sem um outro princípio motivacional ativo, que é a vontade.

A vontade se caracteriza pela tenacidade, pelo esforço continuado, pela superação de obstáculos, sejam eles de ordem material, física, psíquica, social, etc. Outros aspectos relevantes da vontade são a persistência, a ponderação, a medida e a avaliação antes da tomada de decisão, isto é, ela não busca apenas a satisfação imediata de alguma coisa frugal ou algum objetivo reticente, mas orienta-se intelectual e intencionalmente no tempo.

Não adianta motivação, se não for direcionada a alguma coisa, ou à ação. O sujeito que atua eticamente precisa estar orientado para a verdade e para a justiça.
A verdade é uma categoria existencial de toda a realidade, necessária e fundamental para que as pessoas possam compreender a si, aos outros e as coisas. Sem ela, tudo perderia a identidade, e seria ao mesmo tempo alheio ao falso, o que tornaria impossível, por exemplo, a atividade científica, jurídica, as relações afetivas, a educação, a família, pois faltariam critérios básicos de julgamento. Para a configuração da verdade, é necessário que o ser humano, nas suas ações, respeite a natureza das cosias e dos fatos, não lhes acrescentando nem retirando qualquer aspecto essencial, que conserve o seu intelecto e seus juízos compatíveis com a realidade e confie nas pessoas, cumprindo com suas promessas e compromissos assumidos.

A verdade, portanto, refere-se à essência das coisas e é objetiva e universal, diferindo da mentira, do erro voluntário e da falsidade. A falsidade é o seu contrário, e seu efeito é a modificação essencial e substancial de uma coisa, fato, ou aspecto da realidade. A mentira é uma tentativa, sempre voluntária de deformação da realidade e se constrói pelo mecanismo da simulação, que consiste no propósito de fazer aparecer alguma coisa, situação ou condição que de fato não existe, ou pela dissimulação, que consiste na intenção de ocultar alguma coisa, condição ou situação que de fato existe.

O erro pode ter duas matrizes: uma involuntária, quando produzido pela ignorância, e outra voluntária, quando o sujeito conhece o conteúdo, os efeitos e as condições da ação e ainda assim a realiza, configurando-se a imprudência, a negligência ou a imperícia.

Consideramos que a mentira e o erro voluntário são tentativas de deformação da realidade, constituindo-se como graus de falsidade, não podendo ser utilizados como sinônimos desta, pois, por exemplo, ao acusar indevidamente alguém de homicida, o sujeito mentiroso não transforma a índole e a natureza do acusado, fazendo dele um assassino, ou o pai que sabe da proibição legal para menores dirigirem veículos sem habilitação e, ainda assim, empresta-lhe o carro, não tira a eficácia e nem mesmo revoga a lei, simplesmente transgride. Entretanto, existem componentes comuns entre a mentira, o erro voluntário e a falsidade que se manifestam em suas conseqüências, quais sejam, induzem a pessoa ao engano e à ilusão.

Outro princípio que reflete o conteúdo das ações éticas é a justiça, termo utilizado, aqui, para designar a atribuição de direitos, bens, obrigações e responsabilidades eqüitativas a cada ser humano, observado o direito natural e o direito positivo.

Por direito natural, designamos o conjunto das prerrogativas das quais o ser humano é tributário, pelo simples fato de ter nascido da comunidade dos homens e na comunidade humana. Nesse conjunto de prerrogativas, incluímos, entre outros, a vida em sua extensão, a segurança, a reprodução, o auto-aprimoramento, a saúde, a afetividade, a moradia, a alimentação, a educação, o trabalho, etc.

Por direito positivo, designamos o conjunto de prescrições, de ordenamentos e normas criadas e convencionadas pela sociedade, com a finalidade de organizá-la e proteger os indivíduos das agressões dos homens entre si, bem como dos excessos cometidos por autoridades, por instituições e pelo abuso de poder sobre as pessoas.

Como ensina Del Nero (1997), a justiça é imperativo ético e biológico. Ético, porque biológico e de preservação da espécie, ameaçada pela partição do mundo em regiões de modernidade e regiões de miséria. Se antes essa partição estava na geografia continental, agora está nos bairros das grandes cidades. Nós acrescentamos que ela se faz presente nos locais de trabalho, nas escolas, nos grupos, nas famílias, nas relações afetivas impedindo ou refreando a constituição plena da humanidade.

Isso corrobora nossa afirmação de que os princípios éticos se fundamentam na natureza biológica e social do ser humano, o que é facilmente compreensível, observando a condição natural de cada indivíduo. A natureza social do homem já foi explicada por Aristóteles, quando afirmava ser a sociedade, a vida com outros homens, a condição de humanização do homem. O homem isolado, ou é um Deus ou é uma besta, dizia o estagirita ratificado mais tarde por Agostinho, ao explicar a origem do Estado, e por diferentes correntes de pensamento sociológico, filosófico, psicológico e político. Nós, entretanto, queremos lembrar que a existência de cada indivíduo é conseqüência de um favor de nossos pais, que optaram, por exemplo, contra o aborto enquanto éramos gestados.
O fundamento biológico da ética é explicado de modo muito simples pela própria natureza do nosso corpo, isto é, cada um dos membros é formado por células que atuam constantemente de modo cooperativo, sem egoísmo, para que cada parte funcione e componha o todo. Se as células que fazem os ligamentos dos diversos membros fossem mentirosas, falsas, injustas, egoístas, certamente muitos deles perderiam a capacidade de funcionar e morreriam.

Nesse sentido, quando afirmamos ser necessário pensar a ética e as ações humanas não submissas ao relativismo e ao subjetivismo, concordamos que “... urge repensar a mente e a sociedade, percebendo que algumas escolhas não são tão matéria de opinião quanto se imagina: podem ter no terreno biológico da mente um contraste que permita distinguir o que é certo e o que não é”. (Del Nero, 1997, p. 14).

A ética não se configura apenas pela motivação do sujeito e pelo conteúdo a que a ação se dirige, mas também, pela forma como o sujeito age.

Assim entendemos ser ética a ação que é executada sem coerção ou imposição externa, isto é, aquela que o individuo realiza livremente, de modo autônomo, por ser dotado de condição interna para escolher com prudência entre alternativas possíveis e realizá-las como decisão voluntária.

Entretanto, quando falamos de liberdade, queremos lembrar que ela deve ser considerada a partir da natureza biológica e social que constitui o homem de modo multidimensional.
Nenhuma ação livre e voluntária será ética, se não estiver orientada para seus fins e meios, isto é, se não for plenamente consciente das conseqüências possíveis.
A responsabilidade é o princípio ético de forma, capaz de orientar o sujeito para a sensibilidade necessária para ponderar antes da ação, abster-se dela ou reparar os danos eventualmente causados.

Esse conjunto de princípios, pela sua qualidade, importância e necessidade para a constituição do homem enquanto tal acabam se configurando como valores fundamentais, visto que, qualquer indivíduo, mesmo que subjetivamente, considera a verdade,a justiça, a liberdade, a responsabilidade e a virtude como aspirações maiores, seja nas relações afetivas, nas relações de trabalho, nos contratos em geral, e em qualquer atividade.

A expressão valor, como a entendemos, é o termo que designa a ação consciente em identificar, nas coisas, nos fatos, nas situações, pessoas, idéias, etc, determinadas propriedades, ou qualidades que permitem a satisfação de alguma necessidade e, a partir delas, atribuir-lhes importância em função de critérios diversos, que podem ser de ordem econômica, política, religiosa, afetiva, estética, moral, utilitária e outros.
Em outras palavras, os valores correspondem a apreciações objetivas e/ou subjetivas que as pessoas fazem acerca das coisas ou situações, em função de critérios variados. Assim, o indivíduo filia-se a um partido, em função de critérios políticos; freqüenta determinada igreja, por critérios religiosos; compra determinada obra de arte, por critério estético. Da mesma forma, quando resolve agir eticamente, orientando-se por algum dos princípios antes referidos, é porque o percebe como importante e valioso.

Quanto aos critérios justificadores da ética, afirmamos serem a racionalidade e a consciência.
A racionalidade é a capacidade distintiva do ser humano, que se manifesta por diversas atividades ou funções, entre os quais destacamos: o pensamento, o raciocínio, a linguagem, a inteligência, a representação, sensação, a percepção, a memória, a imaginação, a intuição e a consciência.

A consciência é a função ou atividade mais ampla da racionalidade e significa segundo Chauí, (1994, p. 117), “a capacidade humana para conhecer, para saber que conhece e para saber o que sabe que conhece”.
É a consciência que permite ao ser humano deliberar, avaliar, ponderar sobre objetivos e ações, percebendo os outros como semelhantes, capazes de cooperação, de sensibilidade e amor.

Nesse sentido, entendemos que a ética é um fenômeno tipicamente humano, não podendo ser exigido de qualquer outro animal, de qualquer pessoa esquizofrênica ou de crianças muito pequenas, pois lhe faltam as condições objetivas.

Para explicar o caráter não-prescritivo e não-normativo da ética, é necessário lembrar os princípios da liberdade e da vontade, que lhes retiram a qualidade impositiva, coercitiva e punitiva, características da moral e do direito.

Assim, a ética funciona e opera como orientadora da conduta humana e não como código de conduta, como ocorre com a ética profissional que se constitui, de fato, como moral corporativa de grupos determinados.

Sabemos que todas as culturas e sociedades têm núcleos morais diferenciados, mas é impossível estabelecer uma moral universal. Temos a necessidade e devemos buscar um tronco transcultural e transreligioso para dar uma resposta rápida às exigências das questões que estão postas hoje.

Esta resposta só pode ser dada pela ética geral, como conjunto de princípios permanentes e universais, sem os quais nos faltariam condições de avaliar e julgar diferentes comportamentos, em diferentes tempos, espaços e situações.

Esse aspecto se torna mais compreensível se considerarmos o conceito de ética apresentado por Vazquez (1992, p. 12), que a concebe como “a teoria ou ciência do comportamento moral dos homens em sociedade”.

Ora, para que uma ciência possa explicar seu objeto, é necessário que seus pressupostos e fundamentos sejam universais e que não sejam mutáveis no curso da investigação, sob a pena de comprometer a generalidade própria das leis científicas.
Fica estabelecida, então, uma primeira distinção entre ética e moral, entre outras que passamos a expor:
A moral é sempre prescritiva e normativa de determinados modos de ação, ensejando o rechaçamento (tácito ou expresso) do sujeito, em caso de desobediência ou inobservância ao que for estabelecido pelo grupo. A ética permite ao sujeito a liberdade de ação, consciente e deliberada.
A moral é variável, localizada, isto é, específica para determinadas culturas, sociedades e grupos em tempos definidos. A ética é dimensão e necessidade intrínseca a qualquer ser humano, em diferentes espaços e tempos;
A moral pode reconhecer como válidas determinadas ações, embora causem dano ou prejuízo de diversas ordens e outras pessoas. A ética tem sempre em vista uma boa ação, que visa sempre ao bem.

As normas as religiosas teem sempre um caráter mais proibitivo do que autorizante, no sentido de determinados mandamentos que orientam para a abstenção de comportamentos, julgados como proibidos por determinadas ordens religiosas, que comungam doutrina, credos e dogmas, vinculadas ao respeito a uma entidade divina.

Tais normas são aplicadas de modo mais positivado, para aquelas pessoas que integram as distintas ordens religiosas ou que desempenham funções em nome ou a serviço das mesmas.

Entretanto, as normas religiosas sempre contribuíram para a orientação e estruturação de normas morais e jurídicas, notadamente em função de costumes religiosos. Por outro lado, a ética como tem sido tratada aqui, tem seu fundamento na natureza humana, compreendido o ser humano como uma unidade biológico-espiritual, uma unidade psico-física, ou unidade corpo-alma, conforme o critério mais laico ou religioso que se queira adotar.

As normas jurídicas são as únicas dotadas da característica de IMPERATIVIDADE E DE AUTORIZAMENTO. São imperativas por que teem a qualidade para se impor com força obrigatória e autorizantes porque contém a prerrogativa ou a possibilidade de exigir, inclusive de modo coativo o seu cumprimento.

Outra questão a ser considerada é a que diz respeito à medida da qualidade do caráter do sujeito.

Diferente da religião onde existe, inclusive, o pecado por pensamento, em ética o sujeito tem seu caráter avaliado apenas por suas ações, pois essas uma vez praticadas, não retornam as coisas ao seu estado original, porque suas conseqüências fogem ao controle do autor.
Por outro lado, a qualidade das ações podem ser medidas pela empatia que corresponde à regra de ouro da convivência humana, “não faças aos outros o que não queres para ti”.

A ética, enquanto fenômeno humano, não se refere apenas a questões metafísicas; ao contrário, manifesta-se em situações simples do dia-a-dia, como não jogar lixo na rua, ser responsável no trabalho, nos estudos, e outras tantas que o sujeito possa experimentar.

*Texto publicado em: Philos-Revista Brasileira de Filosofia no Primeiro Grau. N.9. Florianópolis: Centro Catarinense de Filosofia no Primeiro Grau, 1999.ISSN 01045660


BIBLIOGRAFIA

DEL NERO, Henrique S. O sítio da mente. São Paulo, SP, Ed. Collegium Cognitio, 1997.
NAISBIT, John e ABURDENE, Patrícia. Megatrends 2000. São Paulo, SP, Ed. Amaná-Key, 1990.
OLIVEIRA, Manfredo A. de. Ética e racionalidade moderna. São Paulo, SP, Ed, Loyola, 1993.
VÁZQUEZ, Adolfo Sánchez, Ética. Rio de Janeiro, RJ, Ed. Civilização Brasileira, 1992