—Cuando un fracaso termina triunfando—
Ricardo Rovira Reich *
Cualquier persona sensata que lea el título de este artículo podrá pensar "¿Y este tema a qué viene ahora? Hay que aprovechar bien el tiempo, esto no tiene interés leerlo". Sin embargo, en este año del Bicentenario de la Patria podemos quizás advertir un crecimiento en nuestro interior de sentimientos patrióticos, a pesar de tantas decepciones como también sentimos, y seguramente acudirán a nuestra memoria testimonios de patriotas que supieron encontrar, en distintos momentos de la historia, salidas a la decepción, sirviendo a su patria del modo que las circunstancias les permitieron.
Por otra parte, ya está generalmente admitido que en los clásicos encontraremos siempre motivos de inspiración para que —descodificando lo propio de su tiempo— extraigamos lo universal y permanente que permite fructuosa aplicación en el nuestro. No en vano, en estas mismas páginas de Prudentia Politica se acaban de publicar acertados comentarios al "Regreso de Platón". Demóstenes no fue un patriota ateniense, sino un patriota griego, que aspiraba a la unión de todas las ciudades-estado de la Hélade, algo así como en nuestro tiempo y lugar lo fue nuestro querido Alberto Methol-Ferré con respecto a la Patria Común Sudamericana.
En la escuela primaria muchos de nosotros ya conocimos a Demóstenes por su ejemplar superación de la tartamudez de su infancia, llegando a convertirse, a pesar de ello, en el mejor de los oradores. Estos hechos han pasado a la cultura popular, pero otros aspectos de su vida y obra suelen ser muy desconocidos para el gran público. Vivió circunstancias en parte homologables a las que se viven en la Argentina actual. En su tiempo en Atenas había cundido el desinterés político, y nadie se mostraba dispuesto a pagar los impuestos necesarios para sacar adelante la causa social común, que en ese momento era la guerra contra los macedonios.
Su vida es contemporánea con la de Aristóteles: nacen el mismo año y mueren el mismo año, unos meses después que Alejandro Magno. El orador y hombre de estado —figura descollante en la Atenas del siglo IV a.C.— nace en el demo ateniense de Peania en el 384. Muere suicidándose con veneno—para no caer vivo en manos de Antípatro— en el 322. Todo en su vida y en su obra le supuso un enorme esfuerzo. A lo largo de la historia ha sido un lugar común ponerlo como ejemplo de quien ha sabido vencer sus dificultades naturales. Al quedar huérfano de padre a los siete años, sus tutores le arrebatan injustamente la herencia y comienzan sus penalidades para abrirse camino en la vida. Su primera actuación como orador litigante, tendrá que llevarla a cabo apenas superada la pubertad, para intentar recuperar parte de sus bienes, enfrentándose con sus desleales tutores. Trabajará como logógrafo y abogado, y ejercerá también el magisterio en elocuencia y en leyes[1]. Es discípulo de Iseo y atento lector de Isócrates, maestro éste de oradores del que ya hemos hecho referencia en estas páginas.
El comienzo de su vida de hombre público también está erizado de grandes inconvenientes. Cuando en el 354 a.C. interviene directamente por primera vez en la política exterior de Atenas, ésta vive plenamente la crisis de la democracia, producida por la acumulación de los perjuicios derivados del desequilibrio económico, social y político que se venía arrastrando desde la guerra del Peloponeso. Entre otras dificultades podemos espigar: devastación de tierras, destrucción de olivares y viñedos, revueltas en las ciudades aliadas, que abandonan a Atenas, desaparición del phóros —tributo de la Liga Ático-Délica que pagaban las ciudades confederadas—, demolición de los Muros Largos que conectaban con El Pireo, desintegración de la flota que había asegurado el dominio de los mares... Todo ello ha provocado el desinterés de los ciudadanos por la política y su negativa firme a contribuir a los gastos de la guerra. A mediados del siglo IV a.C Atenas se encuentra en la situación de decadencia magistralmente descrita por Isócrates en el Aeropagítico. Ya no parece posible la Atenas del Panegírico.
A ese enjambre de dificultades se enfrenta Demóstenes, intentando hacer retoñar las glorias del pasado, pero sometiendo sus anhelos a un cauteloso realismo. Sigue en esto el ejemplo de eminentes estadistas de la Segunda Liga Marítima, en especial Calístrato de Afidnas. Estudió a fondo la obra de Tucídides para inspirarse y hacerse con la esencia del glorioso pasado patrio. Políticamente debuta en el partido conservador de Eubulo, "insigne hacendista, defensor a ultranza de una política fundamentalmente atenta a los asuntos económicos y financieros del estado"[2]. Pero en 352 a.C. pasa a una fase más activa, desvinculándose de Eubulo, a quien considera excesivamente prudente y atento sólo a los asuntos internos. Se inicia así en la línea política seguida anteriormente por Calístrato, caracterizada por el principio del equilibrio de fuerzas, como se refleja en su discurso En defensa de los Megalopolitas. A pesar de no haber sido atendida su propuesta, el desarrollo posterior de los hechos confirmó el acierto de su análisis.
Haciendo un rápido recorrido por el Corpus Demosthenium, nos encontramos después con el discurso Por la libertad de los rodios, donde se enfrenta otra vez a la opinión preponderante y a la política pacifista de Eubulo; allí ya da a entender que el verdadero peligro para Atenas es Filipo II de Macedonia y no el Gran Rey de Persia. Los acontecimientos posteriores volvieron a darle la razón. Con los cuatro discursos Contra Filipo y los tres Olintíacos —conocidos tradicionalmente como Filípicas y Olintíacas— Demóstenes pretende transformar la voluntad de su pueblo ante la nueva situación, educándolo en el discernimiento. Los atenienses se niegan a aceptar los sacrificios que pide el orador peanieo, pero éste, una vez más, acierta: en el año 348 a.C. cae Olinto y son destruidas todas las ciudades de la Confederación Olintíaca. Paradójicamente, él y su enemigo Esquines son nombrados para la embajada que negociará la paz en la corte de Filipo; se conseguirá en el 346: la "Paz de Filócrates". En su discurso Sobre la paz —a diferencia de Isócrates en su Filipo— está convencido de que es inevitable el conflicto definitivo con el macedonio, pero busca la opción posible más realista y oportuna.
Hay personas cuyo sino es oponerse a otras. Es el caso de Esquines[3], el gran rival de Demóstenes. Constituye un interesante modelo de temprano pragmatismo político. Considera utópico y fuera de tiempo (anacrónica) la pretensión de Demóstenes de mantener la hegemonía de Atenas. Hay que adaptarse a los tiempos, y a la evolución de las ciudades-estado. Funda una nueva praxis política.
En el Segundo discurso contra Filipo, Demóstenes hace ver que, una vez más, los hechos han dado la razón a sus advertencias, y arremete contra Esquines, presentándolo como culpable de tantos fracasos en la política exterior de Atenas y de las desafortunadas decisiones a las que condujo su influencia: un espíritu aparentemente moderado y sensato, imbuido de un pragmatismo escéptico con los grandes ideales, pero a la postre gravemente imprudente, por no saber discernir el significado más profundo de los hechos. Esquines es procesado, aunque absuelto por una mínima diferencia de votos. No así Filócrates. Ambos procesos son consecuencia del discurso demosténico Sobre la embajada fraudulenta[4], y la eficaz acción de Hiperides.
El vibrante patriotismo panhelenista de sus discursos posteriores es, en marcada diferencia con el panhelenismo de Isócrates, de un fuerte acento antimacedónico. A partir del año 342 a.C. su elocuencia recorre las ciudades griegas ganando aliados para su causa. En la Cuarta Filípica incluso insinúa que Persia podría entrar en la alianza. Se unen Argos, Acaya, Arcadia, Corinto, Mesenia, e incluso Tebas, a la alianza contra el Macedonio capitaneada por Atenas. La estrategia del equilibrio de fuerzas aún está vigente, pero cuando aprovechando un resquicio que le brinda el Consejo Anfictiónico[5] —por una desacertada intervención de Esquines— Filipo cae sobre Elatea en Beocia, el gran orador ateniense acepta que ha llegado el momento en que tienen que decidir las armas. Ya estamos en la celebérrima batalla de Queronea (338 a.C.)— cuna y morada de Plutarco— sepultura de la autonomía de las ciudades griegas.
Ocho años después de esa decisiva batalla, en el año 330 a.C., se pronuncia el discurso que es obra maestra de la oratoria de todos los tiempos: Sobre la corona. La ocasión es defender a Ctesifonte de la acusación de Esquines, quien acusa de ilegal la propuesta de aquél, consistente en conceder una corona de oro a Demóstenes en premio a sus servicios públicos. La enemistad irreconciliable entre los dos grandes oradores opera como fuerte estímulo interno en esta pieza magistral. Pasados 24 siglos, podemos seguir fijándonos en su estrategia conceptual y verbal para aprender retórica política. En su momento, ya había advertido Libanio en sus Argumentos:
"Pero el orador no sólo comenzó por la cuestión de su gestión de los asuntos públicos, sino que, además, volviendo a ella acabó su discurso, obrando así de acuerdo con las reglas del arte: pues hay que comenzar con los más fuertes argumentos y terminar en ellos (...). A esta última ley, la tercera, que resultaba útil, asiéndose el orador como a un ancla, derribó al adversario, valiéndose para ello de un procedimiento habilísimo y tremendo para su acusador: pues por ahí pudo hacer presa en su enemigo y abatirlo. Porque las otras dos leyes (...) desechándolas, las arrojó a la parte central del discurso, maniobrando así como astuto general «al haber empujado a los cobardes al centro»; y, en cambio, emplea su argumento más fuerte en los extremos, fortificando por uno y otro lado los puntos débiles de las demás partes"[6].
La argumentación académica suele proceder de lo más a lo menos universal, apoyando las razones posteriores, o derivadas, en las anteriores que les sirven de sustento. Se intenta ir pasando de lo más simple a lo complejo. De este modo, se comprende mejor la progresión del razonamiento y éste va ganando fuerza en su desarrollo. Pero a la hora de pasar al debate político —donde se trata de convencer también a través de efectos emotivos— es útil estar atento a no dejarse influir demasiado por ese método de origen académico —menos brillante y efectista— y saber usar los recursos propios del arte retórico, como podemos aprender en Demóstenes.
La inesperada muerte de Alejandro en Babilonia, durante el año 323 a.C., hace renacer la esperanza de libertad en las ciudades griegas. Demóstenes e Hiperides trabajan en la organización de una liga de resistencia. Después de unos prometedores inicios bélicos en la llamada "Guerra Lamíaca", el general de las huestes macedónicas, Antípatro, derrota en Tesalia a la alianza griega. Antípatro no solamente establece una guarnición en Muniquia y reforma la constitución ateniense, sino que también ordena la entrega de algunos selectos políticos antimacedonios, entre los que están Hiperides y nuestro orador. Éste huye, se acoge al sacro asilo del templo de Posidón en Calauria, pequeña isla en la costa de la Argólide, cercana a Trecén —patria de Teseo—, pero cercado por sus perseguidores —comandados por el actor Arquias— se suicida ingiriendo veneno, para no caer en manos de Antípatro. Estamos en el 322 a.C., año en que mueren Demóstenes, Hiperides, y la independencia de Atenas.
Demóstenes es también el canto de cisne de la democracia griega[7]. Se cierra un tiempo dorado a los ojos helénicos para siempre, y al que vuelven continuamente la mirada los nostálgicos de una democracia que aparece como paradigma político universal.
La vida de Demóstenes nos muestra que autores y actores políticos tan preparados y brillantes, alcanzaron en la práctica magros resultados. Pueden ser un símbolo de ello, los escasos nueve años que dura la primacía tebana a pesar de la inmensa estatura de Epaminondas, o las poco más de tres décadas de prevalencia efectiva de Esparta, a pesar de haber sido preparada durante siglos de férrea educación y disciplina. Ese balance que puede ser entendido como negativo, nos permite justipreciar la acción de otros factores que intervienen, además de los buenos o malos políticos y la formación recibida. Influyen también el resto de los ciudadanos —muchas veces para mal—, influyen las otras ciudades, los demás países (Persia, Macedonia...), influyen las cambiantes circunstancias materiales y económicas, las catástrofes naturales (que para ellos eran, además, la voluntad de los dioses...), y un largo etcétera.
Pero el "fracaso" de una buena voluntad política, sirve para ampliar el conocimiento de las variables que intrevienen en lo político-social y, en cualquier caso, no pueden inhibir de que cada uno intente hacer todo lo que se puede hacer. Es el camino que tomaron estos grandes hombres. No podemos olvidar —como bien recuerda Leo Strauss[8]— que es característico de la mejor filosofía política el intentar ser perfectiva. Está en su esencia, y todo lo que lleve a la posibilidad de perfeccionar, de mejorar, le interesa. Demóstenes no intentó perfeccionar la política de su tiempo con la educación —como lo procuraron Platón e Isócrates—pero sí lo intentó con su propia dedicación, y con un temple, generosidad y derroche de talento admirables. Además, estos autores aparentemente fracasados en el corto plazo de las realizaciones políticas concretas, han servido de inspiración perenne y universal en el largo aliento del pensamiento filosófico-político. Existen otros modos de dominar, más allá del sometimiento militar y de la imposición de la propia potestad en lo institucional. A veces las circunstancias han impedido que los mejores empeños producieran frutos adecuados, pero como en el caso de la Atenas de Demóstenes, un fracaso puntual devino en un triunfo perenne: las conquistas del macedonio Alejandro dieron comienzo al nuevo fenómero del helenismo, extendiendo hacia horizontes inusitados la cultura y el pensamiento de las antiguas ciudades-estado de la Hélade. Y así se inició una forma de dominación en lo intelectual, y en lo cultural, que dura hasta nuestros días.
Cualquier persona sensata que lea el título de este artículo podrá pensar "¿Y este tema a qué viene ahora? Hay que aprovechar bien el tiempo, esto no tiene interés leerlo". Sin embargo, en este año del Bicentenario de la Patria podemos quizás advertir un crecimiento en nuestro interior de sentimientos patrióticos, a pesar de tantas decepciones como también sentimos, y seguramente acudirán a nuestra memoria testimonios de patriotas que supieron encontrar, en distintos momentos de la historia, salidas a la decepción, sirviendo a su patria del modo que las circunstancias les permitieron.
Por otra parte, ya está generalmente admitido que en los clásicos encontraremos siempre motivos de inspiración para que —descodificando lo propio de su tiempo— extraigamos lo universal y permanente que permite fructuosa aplicación en el nuestro. No en vano, en estas mismas páginas de Prudentia Politica se acaban de publicar acertados comentarios al "Regreso de Platón". Demóstenes no fue un patriota ateniense, sino un patriota griego, que aspiraba a la unión de todas las ciudades-estado de la Hélade, algo así como en nuestro tiempo y lugar lo fue nuestro querido Alberto Methol-Ferré con respecto a la Patria Común Sudamericana.
En la escuela primaria muchos de nosotros ya conocimos a Demóstenes por su ejemplar superación de la tartamudez de su infancia, llegando a convertirse, a pesar de ello, en el mejor de los oradores. Estos hechos han pasado a la cultura popular, pero otros aspectos de su vida y obra suelen ser muy desconocidos para el gran público. Vivió circunstancias en parte homologables a las que se viven en la Argentina actual. En su tiempo en Atenas había cundido el desinterés político, y nadie se mostraba dispuesto a pagar los impuestos necesarios para sacar adelante la causa social común, que en ese momento era la guerra contra los macedonios.
Su vida es contemporánea con la de Aristóteles: nacen el mismo año y mueren el mismo año, unos meses después que Alejandro Magno. El orador y hombre de estado —figura descollante en la Atenas del siglo IV a.C.— nace en el demo ateniense de Peania en el 384. Muere suicidándose con veneno—para no caer vivo en manos de Antípatro— en el 322. Todo en su vida y en su obra le supuso un enorme esfuerzo. A lo largo de la historia ha sido un lugar común ponerlo como ejemplo de quien ha sabido vencer sus dificultades naturales. Al quedar huérfano de padre a los siete años, sus tutores le arrebatan injustamente la herencia y comienzan sus penalidades para abrirse camino en la vida. Su primera actuación como orador litigante, tendrá que llevarla a cabo apenas superada la pubertad, para intentar recuperar parte de sus bienes, enfrentándose con sus desleales tutores. Trabajará como logógrafo y abogado, y ejercerá también el magisterio en elocuencia y en leyes[1]. Es discípulo de Iseo y atento lector de Isócrates, maestro éste de oradores del que ya hemos hecho referencia en estas páginas.
El comienzo de su vida de hombre público también está erizado de grandes inconvenientes. Cuando en el 354 a.C. interviene directamente por primera vez en la política exterior de Atenas, ésta vive plenamente la crisis de la democracia, producida por la acumulación de los perjuicios derivados del desequilibrio económico, social y político que se venía arrastrando desde la guerra del Peloponeso. Entre otras dificultades podemos espigar: devastación de tierras, destrucción de olivares y viñedos, revueltas en las ciudades aliadas, que abandonan a Atenas, desaparición del phóros —tributo de la Liga Ático-Délica que pagaban las ciudades confederadas—, demolición de los Muros Largos que conectaban con El Pireo, desintegración de la flota que había asegurado el dominio de los mares... Todo ello ha provocado el desinterés de los ciudadanos por la política y su negativa firme a contribuir a los gastos de la guerra. A mediados del siglo IV a.C Atenas se encuentra en la situación de decadencia magistralmente descrita por Isócrates en el Aeropagítico. Ya no parece posible la Atenas del Panegírico.
A ese enjambre de dificultades se enfrenta Demóstenes, intentando hacer retoñar las glorias del pasado, pero sometiendo sus anhelos a un cauteloso realismo. Sigue en esto el ejemplo de eminentes estadistas de la Segunda Liga Marítima, en especial Calístrato de Afidnas. Estudió a fondo la obra de Tucídides para inspirarse y hacerse con la esencia del glorioso pasado patrio. Políticamente debuta en el partido conservador de Eubulo, "insigne hacendista, defensor a ultranza de una política fundamentalmente atenta a los asuntos económicos y financieros del estado"[2]. Pero en 352 a.C. pasa a una fase más activa, desvinculándose de Eubulo, a quien considera excesivamente prudente y atento sólo a los asuntos internos. Se inicia así en la línea política seguida anteriormente por Calístrato, caracterizada por el principio del equilibrio de fuerzas, como se refleja en su discurso En defensa de los Megalopolitas. A pesar de no haber sido atendida su propuesta, el desarrollo posterior de los hechos confirmó el acierto de su análisis.
Haciendo un rápido recorrido por el Corpus Demosthenium, nos encontramos después con el discurso Por la libertad de los rodios, donde se enfrenta otra vez a la opinión preponderante y a la política pacifista de Eubulo; allí ya da a entender que el verdadero peligro para Atenas es Filipo II de Macedonia y no el Gran Rey de Persia. Los acontecimientos posteriores volvieron a darle la razón. Con los cuatro discursos Contra Filipo y los tres Olintíacos —conocidos tradicionalmente como Filípicas y Olintíacas— Demóstenes pretende transformar la voluntad de su pueblo ante la nueva situación, educándolo en el discernimiento. Los atenienses se niegan a aceptar los sacrificios que pide el orador peanieo, pero éste, una vez más, acierta: en el año 348 a.C. cae Olinto y son destruidas todas las ciudades de la Confederación Olintíaca. Paradójicamente, él y su enemigo Esquines son nombrados para la embajada que negociará la paz en la corte de Filipo; se conseguirá en el 346: la "Paz de Filócrates". En su discurso Sobre la paz —a diferencia de Isócrates en su Filipo— está convencido de que es inevitable el conflicto definitivo con el macedonio, pero busca la opción posible más realista y oportuna.
Hay personas cuyo sino es oponerse a otras. Es el caso de Esquines[3], el gran rival de Demóstenes. Constituye un interesante modelo de temprano pragmatismo político. Considera utópico y fuera de tiempo (anacrónica) la pretensión de Demóstenes de mantener la hegemonía de Atenas. Hay que adaptarse a los tiempos, y a la evolución de las ciudades-estado. Funda una nueva praxis política.
En el Segundo discurso contra Filipo, Demóstenes hace ver que, una vez más, los hechos han dado la razón a sus advertencias, y arremete contra Esquines, presentándolo como culpable de tantos fracasos en la política exterior de Atenas y de las desafortunadas decisiones a las que condujo su influencia: un espíritu aparentemente moderado y sensato, imbuido de un pragmatismo escéptico con los grandes ideales, pero a la postre gravemente imprudente, por no saber discernir el significado más profundo de los hechos. Esquines es procesado, aunque absuelto por una mínima diferencia de votos. No así Filócrates. Ambos procesos son consecuencia del discurso demosténico Sobre la embajada fraudulenta[4], y la eficaz acción de Hiperides.
El vibrante patriotismo panhelenista de sus discursos posteriores es, en marcada diferencia con el panhelenismo de Isócrates, de un fuerte acento antimacedónico. A partir del año 342 a.C. su elocuencia recorre las ciudades griegas ganando aliados para su causa. En la Cuarta Filípica incluso insinúa que Persia podría entrar en la alianza. Se unen Argos, Acaya, Arcadia, Corinto, Mesenia, e incluso Tebas, a la alianza contra el Macedonio capitaneada por Atenas. La estrategia del equilibrio de fuerzas aún está vigente, pero cuando aprovechando un resquicio que le brinda el Consejo Anfictiónico[5] —por una desacertada intervención de Esquines— Filipo cae sobre Elatea en Beocia, el gran orador ateniense acepta que ha llegado el momento en que tienen que decidir las armas. Ya estamos en la celebérrima batalla de Queronea (338 a.C.)— cuna y morada de Plutarco— sepultura de la autonomía de las ciudades griegas.
Ocho años después de esa decisiva batalla, en el año 330 a.C., se pronuncia el discurso que es obra maestra de la oratoria de todos los tiempos: Sobre la corona. La ocasión es defender a Ctesifonte de la acusación de Esquines, quien acusa de ilegal la propuesta de aquél, consistente en conceder una corona de oro a Demóstenes en premio a sus servicios públicos. La enemistad irreconciliable entre los dos grandes oradores opera como fuerte estímulo interno en esta pieza magistral. Pasados 24 siglos, podemos seguir fijándonos en su estrategia conceptual y verbal para aprender retórica política. En su momento, ya había advertido Libanio en sus Argumentos:
"Pero el orador no sólo comenzó por la cuestión de su gestión de los asuntos públicos, sino que, además, volviendo a ella acabó su discurso, obrando así de acuerdo con las reglas del arte: pues hay que comenzar con los más fuertes argumentos y terminar en ellos (...). A esta última ley, la tercera, que resultaba útil, asiéndose el orador como a un ancla, derribó al adversario, valiéndose para ello de un procedimiento habilísimo y tremendo para su acusador: pues por ahí pudo hacer presa en su enemigo y abatirlo. Porque las otras dos leyes (...) desechándolas, las arrojó a la parte central del discurso, maniobrando así como astuto general «al haber empujado a los cobardes al centro»; y, en cambio, emplea su argumento más fuerte en los extremos, fortificando por uno y otro lado los puntos débiles de las demás partes"[6].
La argumentación académica suele proceder de lo más a lo menos universal, apoyando las razones posteriores, o derivadas, en las anteriores que les sirven de sustento. Se intenta ir pasando de lo más simple a lo complejo. De este modo, se comprende mejor la progresión del razonamiento y éste va ganando fuerza en su desarrollo. Pero a la hora de pasar al debate político —donde se trata de convencer también a través de efectos emotivos— es útil estar atento a no dejarse influir demasiado por ese método de origen académico —menos brillante y efectista— y saber usar los recursos propios del arte retórico, como podemos aprender en Demóstenes.
La inesperada muerte de Alejandro en Babilonia, durante el año 323 a.C., hace renacer la esperanza de libertad en las ciudades griegas. Demóstenes e Hiperides trabajan en la organización de una liga de resistencia. Después de unos prometedores inicios bélicos en la llamada "Guerra Lamíaca", el general de las huestes macedónicas, Antípatro, derrota en Tesalia a la alianza griega. Antípatro no solamente establece una guarnición en Muniquia y reforma la constitución ateniense, sino que también ordena la entrega de algunos selectos políticos antimacedonios, entre los que están Hiperides y nuestro orador. Éste huye, se acoge al sacro asilo del templo de Posidón en Calauria, pequeña isla en la costa de la Argólide, cercana a Trecén —patria de Teseo—, pero cercado por sus perseguidores —comandados por el actor Arquias— se suicida ingiriendo veneno, para no caer en manos de Antípatro. Estamos en el 322 a.C., año en que mueren Demóstenes, Hiperides, y la independencia de Atenas.
Demóstenes es también el canto de cisne de la democracia griega[7]. Se cierra un tiempo dorado a los ojos helénicos para siempre, y al que vuelven continuamente la mirada los nostálgicos de una democracia que aparece como paradigma político universal.
La vida de Demóstenes nos muestra que autores y actores políticos tan preparados y brillantes, alcanzaron en la práctica magros resultados. Pueden ser un símbolo de ello, los escasos nueve años que dura la primacía tebana a pesar de la inmensa estatura de Epaminondas, o las poco más de tres décadas de prevalencia efectiva de Esparta, a pesar de haber sido preparada durante siglos de férrea educación y disciplina. Ese balance que puede ser entendido como negativo, nos permite justipreciar la acción de otros factores que intervienen, además de los buenos o malos políticos y la formación recibida. Influyen también el resto de los ciudadanos —muchas veces para mal—, influyen las otras ciudades, los demás países (Persia, Macedonia...), influyen las cambiantes circunstancias materiales y económicas, las catástrofes naturales (que para ellos eran, además, la voluntad de los dioses...), y un largo etcétera.
Pero el "fracaso" de una buena voluntad política, sirve para ampliar el conocimiento de las variables que intrevienen en lo político-social y, en cualquier caso, no pueden inhibir de que cada uno intente hacer todo lo que se puede hacer. Es el camino que tomaron estos grandes hombres. No podemos olvidar —como bien recuerda Leo Strauss[8]— que es característico de la mejor filosofía política el intentar ser perfectiva. Está en su esencia, y todo lo que lleve a la posibilidad de perfeccionar, de mejorar, le interesa. Demóstenes no intentó perfeccionar la política de su tiempo con la educación —como lo procuraron Platón e Isócrates—pero sí lo intentó con su propia dedicación, y con un temple, generosidad y derroche de talento admirables. Además, estos autores aparentemente fracasados en el corto plazo de las realizaciones políticas concretas, han servido de inspiración perenne y universal en el largo aliento del pensamiento filosófico-político. Existen otros modos de dominar, más allá del sometimiento militar y de la imposición de la propia potestad en lo institucional. A veces las circunstancias han impedido que los mejores empeños producieran frutos adecuados, pero como en el caso de la Atenas de Demóstenes, un fracaso puntual devino en un triunfo perenne: las conquistas del macedonio Alejandro dieron comienzo al nuevo fenómero del helenismo, extendiendo hacia horizontes inusitados la cultura y el pensamiento de las antiguas ciudades-estado de la Hélade. Y así se inició una forma de dominación en lo intelectual, y en lo cultural, que dura hasta nuestros días.
Pamplona (Navarra) 7-II-10
* Dr. en Ciencias Políticas y de la Administración (Universidad Complutense).Dr. en Filosofía (Universidad de Navarra). Capellán del Instituto “Empresa y Humanismo” y profesor en el Doctorado en Gobierno de la Universidad de Navarra. Presidente del consejo asesor de CIVILITAS (Córdoba, Argentina)
CITAS
[1] Para conocer la obra de Demóstenes hemos usado la edición: DEMÓSTENES, Discursos Políticos, en tres volúmenes, de la Biblioteca Clásica Gredos (números 35, 86 y 87) con introducciones, traducción y notas de A. López Eire, Madrid 1980-1985. Para conocer su vida, la fuente principal de todos los autores suele ser PLUTARCO, Vida de Demóstenes. LIBANIO es también importante por su Argumentos de los discursos de Demóstenes, acertadamente incluido como parte de la introducción, y luego intercalado como comentario a cada pieza específica, en la edición que utilizamos. El gran rival de Demóstenes, ESQUINES, brinda también datos biográficos suyos (cfr. ESQUINES, Discursos, Testimonios, Cartas, introducciones, traducción y notas de José María Lucas de Dios, Colección Clásica Gredos nº 298, Madrid 2002, 650 pp). Son de interés, asimismo, los datos autobiográficos que brinda nuestro autor en alguno de sus Discursos, y La Vida de los diez oradores del PSEUDO-PLUTARCO, la Epístola a Ameo de DIONISIO DE HALICARNASO, y los tres artículos del Lexicon de SUIDAS dedicados a Demóstenes.
[2] Cfr. LÓPEZ EIRE, A., en DEMÓSTENES, Discursos Políticos I, Biblioteca Clásica Gredos nº 35, Madrid 1980, 1ª reimpresión 1993, pág. 17.
[3] Cfr. ESQUINES, Discursos, Testimonios, Cartas, introducciones, traducción y notas de José María Lucas de Dios, Colección Clásica Gredos nº 298, Madrid 2002, 650 pp.
[4] Cfr. DEMÓSTENES, Discursos Políticos II, Gredos 86, Madrid 1985, 442 pp.
[5] Cfr. DEMÓSTENES, Discursos Políticos III, Gredos 87, Madrid 1985, 466 pp.
[6] LIBANIO, Argumentos de los Discursos de Demóstenes, en DEMÓSTENES, Discursos I..., pp. 375-376.
[7] Cfr. CLOCHÉ, Paul, Démosthène et la fin de la démocratie athénienne, Paris 1937; CLEMENCEAU, Georges, Démosthène, Paris 1924; FERNÁNDEZ-GALIANO, Emilio, Demóstenes, Discursos escogidos, Madrid 1978; JAEGER, Werner, Demóstenes. La agonía de Grecia, México 1945; PICKARD-CAMBRIDGE, A.W., Demosthenes and the last days of Greek freedom, Londres 1914.
[8] Cfr. STRAUSS, Leo, ¿Qué es Filosofía Política?, Ediciones Guadarrama, Madrid 1970, (título original: What is Political Philosophy?, The Free Press, New York 1968), pp. 11-12. Un ejemplo de la diferencia entre filosofía política y teoría política es la que puede encontrarse entre Isócrates, Jenofonte, Platón y Aristóteles —todos ellos preocupados del aspecto perfectivo para la sociedad— y algunos autores de la época, como el Pseudo-Jenofonte en La República de los Atenienses, donde de manera temprana (440-420 a.C.) se formula una teoría o ciencia política que no quiere ser filosofía: se tratan los factores históricos, geográficos, productivo-económicos y demográficos, que influyen en la configuración de un determinado régimen político —casi podría decirse que es un ensayo avant la lettre sobre la influencia de la "infraestructura" en la "superestructura"— pero desvinculado de lo que pueda ser mejor o peor para la felicidad de los ciudadanos (cfr. PSEUDO-JENOFONTE, La República de los Atenienses, introducción, traducción y notas de Orlando Guntiñas Tuñón, Colección Clásica Gredos nº 75, Madrid 1984). El caso de Esquines es otro ejemplo de pragmatismo político que genera una teoría política, desconectada de intenciones finalísticas. Su postura promacedónica es producto de puras razones de oportunidad. Su elegancia en el decir, más su habilidad para la insinuación insidiosa y para el halago de los sentimientos populares, no le alcanzaron para vencer a Demóstenes: le falta el requisito de ser vir bonus para que el dicendi peritus logre convencer.
Muy esperanzador este artículo del profesor Ricardo Rovira para quienes sufrimos por los continuos retrocesos y fracasos en la singladura argentina de las últimas décadas
ResponderEliminarRosa Gutiérrez Alvarez