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lunes, 1 de marzo de 2010

Problemas estructurales para la ética democrática por Rafael Alvira

1. La ética y el papel de los partidos políticos

Generalmente, ser denominado persona partidista tiene una connotación negativa. A pesar de que el concepto clásico de bien común ha sido ampliamente marginalizado en la literatura política contemporánea, la naturaleza se resiste a ser maltratada: ser “hombre de parte” no está bien visto.

Y, sin embargo, los partidos surgieron como necesidad ineludible de la democracia representativa. Como consecuencia, fue preciso, primero, intentar mostrar que el propio partido era el que tenía razón, es decir, el que representaba la opción del “bien común”, aunque no se la comprendiera como tal. Más tarde, tras la crisis de la racionalidad y de las ideologías, el partido ya no puede legitimarse socialmente sólo por su ideología y su programa, sino también y sobre todo por su capacidad de dar respuesta efectiva a los problemas y a los deseos más generales de una sociedad.

Si realiza esto último en la medida de lo posible, demuestra que es un “partido no partidista”. Es partido sólo en el sentido de que tiene su gente y sus ideas, pero no en el sentido de “partidismo parcial”, que le haría distanciarse de cualquier sentimiento –por mínimo que fuera- de bien común.

Y en los mejores partidos actuales existe, efectivamente la conciencia clara de que deben actuar así, y lo intentan. Esto puede ser interpretado como pragmatismo político en orden al mantenimiento del poder, pero también como acto de responsabilidad moral. En realidad, la línea entre la justa y necesaria búsqueda de la oportunidad -que es una búsqueda ética-, y el oportunismo, es frecuentemente difícil de precisar desde fuera, y así lo ha sido siempre. Pero no es justo pensar que todos los políticos son oportunistas y, en cualquier caso, lo relevante aquí es que tanto el acierto en la oportunidad como la astucia oportunista se mueven en el plano ético. Es decir, que es imposible excluir la ética de la acción política.

Esta última tesis, por más que suene contraria a los principios mismos de la filosofía política moderna -que nació precisamente con el intento de separar ética y política- es evidente. Cada acción humana tiene su ethos propio, su modo y contexto connaturales, y no hay ninguna que no lo tenga. Cuando se pide la exclusión de la ética no se puede, por tanto, querer que desaparezca en general, sino que se busca sólo que la acción no tenga implícitos transcendentes, es decir, que una “ética religiosa” o “universal racional” no juzgue ni esté presente de algún modo en la acción política.

Lo imposible de esta pretensión ha hecho que en los últimos años haya entrado explícitamente en crisis la idea moderna de la presunta inmunidad y neutralidad éticas de las actividades políticas y económicas. No sólo se ha visto con más claridad que cada esfera de acción tiene su propio ethos, y que por tanto no son posibles una política y una economía meramente “técnicas”, sino que cada vez es más claro que el ser humano es una unidad, y que los implícitos éticos profundos no pueden ser marginalizados.

Como es sabido y queda ya dicho, los partidos son instituciones características de la democracia representativa. Esto parecía al principio “un hierro de madera”, pues muchos consideraban que la representación era incompatible con el principio fundamental democrático de la soberanía popular. Efectivamente, el soberano no puede ser representado en lo que respecta al poder, y es imposible gobernar sin poder.

La representación es una mediación, pero el primer rasgo definitorio de todo poder es su originariedad, su carácter de origen. Ahora bien, carece de sentido, más aún, no es posible, prestar a otro la originariedad; se puede dar, en cuyo caso, no se tiene ya, pero otro no la puede ejercer por ti: puede sólo cumplir tu voluntad.

De esta sencilla verdad se derivan al menos dos consecuencias -o dos vertientes de una misma consecuencia- que percibimos en la política moderna: una es que los representantes se independizan, en cuanto son elegidos, de su propio electorado; otra, que ejercen el poder desde sí mismos.

La democracia representativa tiene algunos problemas constitutivos de gran calado:

Cómo se especifica una verdadera voluntad -imprescindible como base para el poder- del pueblo soberano, teniendo en cuenta que éste está formado -por definición- por una agregación informe de individuos libres y autónomos; cómo retiene el pueblo su poder soberano si utiliza representantes; cómo puede un representante gobernar sobre su propio mandatario; cómo encontrar, en los países de población numerosa, el modo de que el pueblo elija adecuadamente a sus representantes.


Los cuatro problemas se ha intentado solucionar de modo directo:

Mediante la permanencia de las asambleas; a través del continuo diálogo libre de dominio; o con el recurso a la consulta permanente por Internet; mediante el intento -rousseauniano- de convertir el representante en mero ejecutor de un mandato determinado; o por el ejercicio de la “filosofía revolucionaria de la revolución”, que iguala al pueblo con sus electos; mediante la esperanza -por ejemplo, marxiana- de que el gobernante sólo tenga que administrar cosas, y no gobernar personas; o a través de la ficción de que el gobierno es un servicio general al pueblo, y no una dirección real de personas concretas; mediante la multiplicación de las circunscripciones electorales, y el subsiguiente acercamiento de los candidatos a los electores; o a través de una información más precisa, detallada y exhaustiva acerca de los aspirantes.

Prácticamente todas las soluciones directas se revelan como inaplicables o incongruentes. Por tanto, es necesario buscar soluciones indirectas, es decir, mediadas por instrumentos creados al efecto. Ahora bien, ahí hace su aparición la “ética de primer nivel”, pues los que preparan y luego utilizan esos instrumentos han de respetar la intención fundamental del sistema democrático, que no es otra que la de colocar la soberanía en manos del pueblo.

Dado que los partidos han cristalizado como pieza clave de la democracia parlamentaria, a ellos compete en gran medida la tarea de ejercer -y educar a la sociedad en su uso- la “ética democrática”. Se trata de ajustar las propias acciones lo más posible al respeto de la voluntad popular.

Como es sabido, los partidos adquieren fuerza progresiva durante el siglo XIX y primera mitad del XX, y se convierten en pieza básica a partir de la 2ª guerra mundial. La causa de ello está en la conexión profunda de los problemas aquí señalados como 1) y 4).

La dificultad de individuar claramente la voluntad popular va pareja con la de individuar los representantes. Mientras hubo democracia censitaria y los votantes eran pocos y acaudalados burgueses, los partidos no eran más que instituciones privadas que intentaban influir, pero el poder político venía a coincidir con el poder socioeconómico real. Pero con el sufragio universal se rompe esa ecuación, y los partidos se convierten en pieza progresivamente imprescindible para el funcionamiento del sistema.

Con el sufragio universal se hace mucho más posible y verosímil: Que el poder político no coincida con el poder social real; que el pueblo no conozca a los candidatos.

De ahí la relevancia de los partidos; y de ahí también su gran responsabilidad ético-democrática.

En concreto, y con respecto a los dos problemas últimamente aludidos, se puede apuntar:

Los partidos procuran, a la vez, recoger la opinión pública e influir en ella. Aquí se impone una tarea ética difícil e ineludible: procurar acertar con lo que es verdadera voluntad popular, por debajo de vaivenes circunstanciales, y “empujar” dicha voluntad en una dirección que pueda ser llamada verdaderamente popular, es decir, verdaderamente buena para el pueblo. Ese respeto fundamental no siempre está presente, debido en el fondo a que se piensa -a diferencia de lo que se dice- que no existe una voluntad popular propiamente dicha, sino sólo estados de opinión, que son los que conviene averiguar, promover o manejar en orden siempre a la victoria en las urnas.

Al ser los partidos estructuras permanentes que tienen intención -y hasta necesidad- de perpetuarse, se llenan con relativa facilidad de compromisos personales, pues necesitan gente y apoyos fijos. Dado que, además, un parlamentario con frecuencia no juega apenas otro papel relevante que el de votar en el parlamento, los partidos pueden presentar, para las elecciones, a personas que no son ningún espejo ni del ni para el pueblo. Lo mismo, aunque en menor medida, puede suceder con respecto a otros cargos y posiciones.

Los partidos tienen también aquí una tarea ética de cierta dificultad: ser realistas en la elección de su propia gente, es decir, seleccionar gente útil para el partido, y lograr, al tiempo, que sean buenos representantes populares.

En realidad, estos dos problemas, que exigen respuestas ético-democráticas serias, tienen relación con uno de los problemas básicos de la democracia representativa, a saber, la falta de coincidencia entre el poder político y el poder social real.

Un partido -y los partidos son, sin embargo y como queda dicho, imprescindibles en la democracia representativa- no puede sobrevivir bien, y tal vez ni siquiera existir, sin los apoyos económicos y mediáticos suficientes. Si no los tiene, tendrá que buscarlos, y eso supone establecer compromisos. Aquí los partidos de masas, y sobre todo los de izquierda o centro-izquierda, se encuentran generalmente con muchos más problemas que los de derecha.

Puesto que la economía socialista no funciona, se ven obligados a presentar un programa de izquierda, pero a intentar después poner en marcha un sistema económico más bien de derechas.

Y, además, han de pagar a los que dieron dinero al partido, que no suelen ser lo pobres. Por si fuera poco, con frecuencia los izquierdistas poco adinerados que llegan al poder, quieren aprovechar la ocasión. En esas condiciones no resulta fácil ajustar las acciones de modo éticodemocrático. Es relativamente fácil -y lo hemos visto- que con un gobierno así saquen ventajas perfectamente legales algunos que ya estaban arriba de la escala social -y que tal vez subvencionaron al partido-, y saquen ventajas ilegales algunos miembros económicamente más débiles del mismo partido.

Análogamente, vemos a un partido sostener la voluntad popular en una dirección hoy y mañana en otra contraria si eso es bueno para sus propios intereses como partido. Estos cambios pueden a veces no ser en sí mismos éticamente incorrectos, pero provocan con frecuencia el desconcierto de los electores.

Es decir, la relación “economía-medios de comunicación-partidos” es imposible de evitar y provoca continuos problemas éticos, que son, a la vez, políticos y económicos. La dificultad más seria está en que toda actitud ética viene orientada por una obligación o compromiso fundamental, y en este caso la obligación es con respecto a una voluntad popular cuyo contenido no es, con frecuencia, suficientemente claro.

En relación con los problemas antes enumerados como 2) y 3), la dificultad es menos espectacular para el gran público, pero no es menos real e implica igualmente a la ética de modo profundo. Se trata del tema de la potestad y su carácter legítimo o no.

Como se señaló aquí al principio, no tiene sentido que un representante gobierne a su mandatario. Un verdadero representante actúa siempre -como bien señala A. d´Ors- ante terceros: representa a alguien ante otro. Entonces, si el gobernante no puede ser en verdad un representante del pueblo pero, a su vez, sostiene que su potestad es legítima porque le viene del pueblo, aquí hay una cuestión ética escondida. Esa cuestión se hace patente a través del problema de la obediencia o desobediencia civil.

¿Por qué ha de aceptar un ciudadano las disposiciones del gobierno? Si lo hace por miedo a la violencia de un castigo o por ventajas de algún tipo -económico, por ejemplo-, no obedece por verdadero respeto a dicho gobierno. Se respeta sólo la legitimidad, pero el problema, como queda dicho, es que aquí la legitimidad es formalmente proveniente del pueblo, pero no realmente. Y da incluso igual que el gobierno haya sido elegido pacífica y mayoritariamente: en cualquier caso, las decisiones que toma son suyas y no del pueblo.

Se puede decir que el gobierno ha de rendir cuentas de lo que hace ante las leyes y ante la opinión pública, y que esto garantiza al menos que, efectivamente, la última potestad reside en el pueblo. Sin duda hay algo de verdad en ello: no es fácil ni oportuno para un gobierno, generalmente, enfrentarse a la ley y a la opinión pública. Pero con frecuencia el problema no es tan difícil: un gobierno puede cambiar las leyes e influenciar la opinión.

El Estado de derecho no presenta problemas: al gobierno le basta con ajustar la ley para estar siempre dentro del derecho. También la opinión se puede reajustar, aunque esto sea más difícil.

Lo decisivo es que si todo esto se puede hacer con ciertas posibilidades de éxito ello es señal de que la potestad última no está realmente en el pueblo. Y eso es lo que sospecha mucha gente. De ahí la crisis de decepción popular, tan comprobada en las encuestas y por los múltiples y diarios intentos de pequeñas o grandes desobediencias civiles, que contrasta fuertemente con la doctrina oficial de partidos y medios de la opinión pública, todos los cuales no sólo mantienen la tesis de la soberanía popular, sino que incluso tienen una tendencia progresiva y muy clara a dogmatizarla.

En efecto, la doctrina política vigente hoy deja abierto un campo muy amplio para las opiniones, y defiende la tolerancia, pero no admite discusión sobre la idea y forma de la democracia misma. Eso significa que ella está simplemente dogmatizada y convertida en la fuente de toda potestad legítima. Pero sin saberse bien en qué consiste.

Ahora bien, gobernar, dirigir personas, tiene en sí algo ineludiblemente religioso, por cuanto implica confianza verdadera y entrega de la voluntad -del gobernante al gobernado y viceversa-.

Eso explica porqué todo gobierno legítimo se solía siempre apoyar en la referencia a la divinidad: los padres podían gobernar a los hijos porque habían recibido ya a través de la naturaleza misma ese encargo de Dios y por ello, su potestad era vicaria: en la medida en que ejercían sus funciones de acuerdo con el poder divino, tenían que ser obedecidos. Y lo mismo valía para cualquier poder civil: si se accedía a él, y se actuaba a continuación, de forma correcta, el poder era vicario (incluso, en caso extremo, pro bono pacis) y debía ser obedecido. Toda potestad viene de Dios: esta tesis paulina no significa, como es claro, que los cargos deban ser nombrados por la Iglesia, o que todo el que accede a un puesto tenga el sello divino, sino, simplemente, que el que obedece tiene un motivo legítimo para hacerlo, es decir, que se siente obligado legítimamente.

Si falta esto último, aparece el peligro continuo de desorden y desobediencia civil, o bien se da una tiranía encubierta, que consigue la obediencia por medio de la fuerza o de la compra de la voluntad. Y éste es el último punto al que es menester referirse aquí.

Percibimos con relativa frecuencia que se presenta como voluntad popular algo que no coincide con lo que en el interior de la conciencia aparece como justo. A diferencia de lo que sucede con la voluntad del Dios cristiano, que es en lo substancial clara y fiel a sí misma, la voluntad popular es con frecuencia difusa, voluble y variable. Dogmatizarla significa poner la ética del pragmatismo político como religión, por encima de la ética de una conciencia justa.

Para una persona individual y para un partido, llevar a cabo esa dogmatización supone un gran problema. Por un lado, propicia decisiones que van contra la naturaleza y realidad de las cosas, y eso se paga siempre. Pero, por otro, favorece un ambiente social de falta de seriedad, de lucha continua por la ventaja, de oportunismo -más allá de la justa búsqueda de la oportunidad-, que entristece y mata el alma de la sociedad, en la desconfianza de todos frente a todos.

En este sentido, el avance actual de la conciencia de que los problemas son planetarios y de enorme seriedad, el avance indudable -propiciado precisamente también por los siglos democráticos- del respeto a cada persona en sociedad, hace que cada vez se haga más claro que no basta con una ética superficial para resolver los problemas; que, por el contrario, una ética que legitima las acciones no puede ser ni la procedimental ni la meramente racional -que es abstracta-, sino una basada en el Dios transcendente.

Es una tarea ética de la máxima importancia en este momento el no continuar jugando con la tesis de la voluntad popular soberana cuya existencia, además de imposible filosófico-políticamente, y como consecuencia de ello, está contradicha cada día por los políticos democráticos.

2. La ética en la estructura sociopolítica de la democracia

Una de las confusiones que me parecen más llenas de consecuencias desafortunadas en el planteamiento democrático es la relativa a la distinción entre lo público y lo privado. Podemos adentrarnos en el tema mediante la referencia a la profunda implicación que se da entre esas dos realidades.

En efecto, lo privado es propiedad de una persona, pero ello tiene consecuencias públicas, ya que eso privado puede ser, y muchas veces es, legítimo respecto del bien común. Por ejemplo, dentro del matrimonio, el amor y la relación entre marido y mujer es algo privado, pero, sin embargo, el matrimonio es público en tanto que legítimo, y sobre todo a través de los hijos -que ellos mismos son el fruto de este amor- que contribuyen al bien general de la sociedad.

Por otro lado, lo público es algo que se refiere directamente al bien común, pero que es también privado en el sentido de que la persona o personas que dirigen lo público, para realizar correctamente su trabajo, tienen que amar y sentir como propio aquello que hacen. Esto no es solamente conveniente, sino inevitable. Para el que ejerce la función pública, la elección está entre el verdadero amor de su servicio -esto significa, hacer su trabajo por el bien público- o el amor egoísta -esto quiere decir, ejercer la función pública para intereses meramente particulares: corrupción-.

Pero la distinción actual entre público y privado es diferente. Por público se entiende lo que es de competencia del Estado y de las entidades relacionadas con él, y por privado lo que pertenece a la "individualidad del individuo". Desde este planteamiento, la relación entre público y privado es exterior y menos fuerte. Quizá por eso ha sido más necesario desarrollar fuertemente el ámbito intermedio de la opinión pública. Ella no es pública en el sentido oficial y político del término, pero tampoco está en el ámbito de lo privado.

El problema está en que, así como público y privado se entrelazaban internamente en el primer "modelo" señalado, aquí público y privado son dos formas diferentes, y el intermediario es, a su vez, diferente de la una y la otra, exterior a ambas, si se puede hablar así. De ahí esa peculiar situación actual de los medios de opinión pública, que resultan tan necesarios para la gente (conjunto de individuos privados) como para los políticos (que encarnan lo público), y, sin embargo, están bajo la continua sospecha de unos y otros.

El modelo típico según el cual se ha desarrollado la democracia moderna es el del sistema Estado-mercado. El Estado representa lo público, el mercado lo privado. Cada uno tiene un poder que el otro necesita. El mercado necesita la protección legal, policial, etc. del Estado, y su legalización (legitimación externa). El Estado necesita el dinero del mercado (enriquecimiento externo, a través de los impuestos).

El Estado recibe lo exterior de los individuos: su dinero. El Mercado -los individuos- reciben lo exterior del Estado: la mera legalidad. Sin embargo, Estado y mercado no son abstracciones, sino que se encarnan en personas concretas. ¿Cómo mantener relaciones meramente exteriores limpias cuando falta la interioridad, el amor por las cosas y las personas? En realidad las relaciones Estado-Mercado están, por ello, bajo permanente sospecha. La corrupción no es un fenómeno de estos años, sino que la sospecha de ella ha acompañado siempre al sistema. No es nueva en Francia, por ejemplo, la frase "tout est pourri", "todo está podrido", sino que estuvo ya en uso en el siglo XIX.

Son los medios de la opinión pública los que, entonces, toman a su cargo permanentemente el oficio de desenmascarar, y desvelar la corrupción allá donde se encuentre. Como expresaba un conocido profesor alemán, Odo Marquard, hace unos años, es conveniente desenmascarar a los demás antes de que ellos tengan tiempo de intentarlo contigo. Porque, efectivamente y como quedó insinuado antes, esos medios no quedan al margen de la lógica general del sistema, es decir, de la lógica de la corrupción.

Y es esa lógica la que pone de relieve, por contraposición, la importancia de la sociedad civil. Sociedad civil ha sido, desde el inicio de la historia de la democracia -tanto en su fundamentación teórica como en su realidad práctica- el nombre que sintetizaba todos los más profundos anhelos políticos. A la democracia se la concibe como el régimen político de una verdadera sociedad civil.

Y como, en su base última, sociedad civil quiere decir sociedad civilizada, por eso la democracia se considera el régimen político adecuado a la dignidad humana. Se suele repetir aquello de que "la democracia es un mal régimen, pero mejor que cualquier otro". En realidad, lo que una y otra vez, de hecho, se sostiene, es que es el régimen humano por excelencia.

La sociedad civil es aquella en la que reinan la libertad y la igualdad, el respeto de los derechos del hombre y el progreso. Por eso, cada vez que ha habido una crisis de la democracia, se ha acudido a la idea de sociedad civil para encontrar el criterio que permitiera corregir las desviaciones, puesto que la democracia quiere ser el régimen político de la sociedad civil.

Ahora bien, es muy difícil armonizar la libertad con la igualdad, la seguridad (derechos humanos) con el progreso, cuando todos esos factores se toman en cuenta principalmente en su carácter exterior. La dificultad se expresa en los diferentes puntos de vista: liberalismo y socialismo, progresismo y conservadurismo, quieren todos ser la fiel expresión del espíritu democrático, y esperan conseguir desde su método realizar la divisa democrática plenamente. Pero no lo logran. De ahí la aparición de los moderatismos y centrismos que, en la última postguerra europea, generaron el "Estado de bienestar".

Es la crisis del "Estado de bienestar", al que se consideraba la mejor fórmula democrática, el que ha vuelto a traer a la discusión el tema de la sociedad civil.

Los intentos que en estos últimos años se están haciendo para relanzar la sociedad civil son muy serios. Pero no será fácil que cambien mucho las cosas, porque no proponen suficientes correcciones para las estructuras de fondo. Es bien cierto que las reformas y perfeccionamientos han de ser siempre graduales. No es posible, ni en la persona individual ni en la sociedad, hacer cambios rápidos y fuertes que sean válidos, salvo excepciones. Hay que cambiar poco a poco, sí, pero al mismo tiempo es menester intentar saber bien a dónde se quiere ir y cuáles son los problemas de fondo.

El sistema Estado-Opinión Pública-Mercado, no acaba de funcionar bien, pues la gente se siente distante de los políticos y desconfía de los periodistas, a la vez que crece la sospecha de corrupción general. De otro lado, el "Estado de bienestar" puede resultar útil en ciertos momentos, pero es demasiado paternalista, y le quita iniciativa y vivacidad a la sociedad. La adormece.

Ante esta constatación, se intenta fomentar la sociedad civil. Ahora bien, mientras no cambie la concepción actual de lo público y lo privado, ni la relación fundamental Estado-Mercado, entendiendo por Estado el aparato político de poder representativo del pueblo, entendido éste a su vez como suma de individuos, el fomento de la sociedad civil tendrá que consistir principalmente en la descentralización del Estado, la potenciación de los municipios y regiones, la desregulación del mercado, el descenso de los impuestos, la privatización de la enseñanza y del mayor número de infraestructuras posibles.

Todo ello puede ser muy conveniente, pero lo que viene a indicar es que un liberalismo moderado es la fórmula democrática de más éxito. Sin embargo, en cuanto vuelvan a surgir los problemas -y surgen- sucede lo de siempre: el socialismo recoge las quejas de un sistema liberal en dificultades, y se echa mano del Estado.

Es muy difícil equilibrar poderes públicos autónomos, pues cada poder autónomo tiende a crecer, y es muy difícil equilibrar poderes públicos con poderes privados menos controlados. Puesto que, además, todo es externo, las tensiones pueden ser grandes. Es casi imposible impedir que se generen grandes desigualdades y grandes reproches de imposiciones arbitrarias de unos poderes sobre otros.

Por ello, el gran deseo de los mejores defensores de la sociedad civil es el de conseguir que la ética -y, con ello, la religión- pasen a ocupar un lugar real en la vida de la sociedad. Ética significa: autorregulación de cada persona, ley interior, y no sólo exterior. Sólo la ética -y la religión- pueden lograr el "milagro" de amar, de aunar, de sintetizar, lo privado con lo público, lo económico con lo político, en una cultura rica y abierta al mismo tiempo.

El desafío principal, por tanto, que hoy tiene la democracia -a mi modo de ver- es el de introducir la ética y la religión en la vida personal y social. Si el régimen feudal era personal pero basado en la sumisión, y el régimen post-revolucionario rechaza toda sumisión, pero no es personal, es hora tal vez de desarrollar una democracia sin sumisión, pero con sentido personal, interior, ético.

Hace falta, y ése me parece el reto de la democracia hoy, y la esencia de la sociedad civil, unir libertad individual e interioridad ética personal. Si lo entiendo bien, esa es -rectamente entendida- la profunda idea de la participación.

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