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miércoles, 7 de abril de 2010

UN PAPA IMBÉCIL *

Nadie ignora que la elección del cardenal Ratzinger para ocupar la cátedra de Pedro dejó muchos contusos en la Iglesia. Principalmente entre los adscriptos al sector llamado “progresista” que, conscientes de estar en minoría dentro del cónclave, protegieron de una previsible derrota a su favorito votando por un candidato de ocasión que, según dicen, salió segundo. Y ruego se me disculpe referirme en este artículo a “progresistas” e “integristas” pues, aunque admito que tal terminología no es adecuada ni conveniente, resulta casi insustituible para entenderse. Algo así como hablar en política de “izquierdas” y “derechas”, división quizá dañina pero difícil de reemplazar.

Bien, dando por cierto que el progresismo católico recibió con disgusto la actuación del Espíritu Santo en el cónclave, era de prever que no se quedaría quieto y que, apenas acalladas las celebraciones inherentes al advenimiento de todo nuevo pontífice, comenzaría a atacarlo de un modo u otro.

Y así ocurrieron las cosas nomás. Lo que no era tan fácil de advertir por anticipado es la manera como se realizarían los ataques. Pues, en efecto, podía suponerse que apuntarían a la nacionalidad del Papa, presentándolo como un nazi. O a sus análisis de la Teología de la Liberación, presentándolo como un aliado del imperialismo. O al cargo que ocupaba hasta transformarse en Benedicto XXI, presentándolo como atizador de las hogueras inquisitoriales.

Imputaciones de ese tenor eran de prever, como dije. Lo que no era de prever es que el camino elegido para dañar al Papa fuera el de presentarlo como un imbécil. Y eso no era de prever porque si de algo no había dado el Papa indicio alguno era de imbecilidad.

Teólogo lúcido y profundo, ducho en los manejos internos de la curia romana, apreciado por infinidad de obispos que acudían a él en busca de consejo, dueño de una vasta cultura humanista, colaborador próximo de Juan Pablo II a lo largo de su extensa gestión, interlocutor amable y músico refinado, de Joseph Ratzinger se podían decir muchas cosas menos que fuera un idiota. Sin embargo, es así como nos lo quieren mostrar, en una campaña tan audaz como insidiosa.

Alguna cronista íntimamente relacionada con “vaticanólogos” progresistas, algún laico promovido, algún clérigo de avanzada, algún prelado de mala uva y, también, algún integrista cabeza dura, se muestran firmemente dispuestos, en efecto, a convencernos de que el Sumo Pontífice es un estúpido.

¿Y de qué medios se valen con ese objeto? Pues, sencillamente, de hacer aparecer como tonterías las cosas que dice el Papa y que a ellos no les gustan. O que no les importan pero que utilizan para intentar dejarlo mal. Veamos un poco.

De entrada dejaron hacer a Ratzinger, con intención de corroborar hacia dónde agarraba. Y una vez comprobado que no iba para donde querían, empezaron los comentarios vinculados con su imbecilidad. La primera ocasión en que apelaron a esa táctica creo que fue después de la conferencia que pronunció en Ratisbona. Durante cuyo transcurso dijo algo tan obvio como que los seguidores de Mahoma emplean la violencia para imponer sus convicciones.

Lo señalado por el Papa va de suyo, de manera que no pudo ser discutido. Pero como, de todos modos, se resolvió aprovechar lo dicho para perjudicar a quien lo dijo, se armó un intenso cacareo mediático destinado a deplorar la torpeza diplomática que implicó decirlo. Inoportuno, falto de información, incapaz de percibir la realidad, desprovisto de habilidad para comunicarse fueron algunos de los comentarios dedicados al Sumo Pontífice a raíz de su actuación. Y casi nadie admitió que lo expuesto por él era cierto, ni aclaró luego que el Islam no dramatizó el asunto, sin dejar por eso de acudir dignatarios musulmanes a una cita concertada anteriormente con expertos pontificios.

El argumento más utilizado para rasgarse las vestiduras a raíz de la conferencia de Ratisbona fue que perjudicaba los esfuerzos ecuménicos. Como si el Islam estuviera próximo a dejar de lado sus diferencias con el cristianismo. Y silenciando, además, los buenos resultados que, en materia ecuménica, le ha reportado a la Iglesia Católica mantenerse firme en algunos aspectos no negociables de su doctrina. Según viene sucediendo con los anglicanos, por ejemplo.

Vino más tarde la negativa del Papa a hablar en la Universidad Sapienza, de Roma, con motivo de una declaración hostil que hiciera pública un grupo de profesores. Aquellos que lo pintan como un retrasado mental salieron rápidamente a señalar su falta de ductilidad y a manifestar que Juan Pablo II, en su caso, habría aceptado la invitación y ganado a sus oyentes mediante palabras cautivantes. Lo que no dijeron es que la actitud de Benedicto XVI descolocó a quienes se oponían a su visita, dejándolos como unos cavernícolas desautorizados luego por la inmensa mayoría de sus alumnos y compañeros de claustro.

Sobrevino más tarde el levantamiento de las excomuniones que pesaban sobre los obispos ordenados ilícitamente por monseñor Lefebvre. Y ante esa generosa medida el ataque fue decididamente ladino. Pues, sin objetarla directamente, los opositores del Papa desenterraron unas declaraciones realizadas tiempo atrás por uno de los beneficiados, poniendo en duda el número de víctimas de la persecución llevada a cabo por los nazis contra los judíos, como así también que el modo de realizarla incluyera la utilización de cámaras de gas. En mala hora dijo eso monseñor Williamson, que de él se trata. Porque, inmediatamente, una cuestión de carácter histórico se transformó en la negación completa del antisemitismo nacionalsocialista y, ya que estamos, en una insinuación de cierta simpatía del pontífice por Adolf Hitler.

En la emergencia, los mismos que habían reclamado flexibilidad para con el Islam pasaron a reclamar inflexibilidad para con los lefebvristas, exigiendo se dejara sin efecto el levantamiento de la excomunión de mons. Williamson, como si interrogarse sobre algunos aspectos del mal llamado holocausto llevara aparejada tal sanción canónica. Y permítaseme un inciso para destacar que los nazis jamás se propusieron ofrecer un sacrificio a la divinidad inmolando judíos, motivo por el cual no es correcto hablar de holocausto sino, en todo caso, de genocidio.

Tras el incidente al que acabo de aludir se produjo la declaración del Santo Padre, respecto a que el empleo de preservativos no es la solución adecuada para combatir el SIDA. Afirmación admitida por muchos científicos y repetida por casi todas las organizaciones pro-vida que funcionan en el mundo. Pero que, en labios de Joseph Ratzinger, resulta que constituye un error grosero, amén de una imprudencia gravísima. A propósito de esto, conviene recordar que la referida declaración la realizó el Papa a bordo del avión que lo conducía a África. Continente donde han tenido un éxito colosal las campañas contra el SIDA fundadas en la continencia sexual. O sea apuntadas a soslayar el uso del preservativo, cuya empleo fomenta la incontinencia sexual.

El disimulado encono y la mala fe de esta campaña no pueden menos que producir fastidio. Impulsada especialmente por sectores “progresistas” de la Iglesia, tampoco son ajenas a ella, según adelanté, algunos adherentes al “integrismo” que, cuando alguna medida adoptada en Roma les disgusta, tratan de explicarla diciendo que obedece a falta de información del Papa. Con lo cual lo dejan como un sonso, cayendo en la misma actitud que sus adversarios. Son los mismos que, devenidos teólogos, resuelven qué partes de un documento pontificio pueden aceptarse y cuáles no, viniendo a practicar así el “libre examen” preconizado por los protestantes.

Ya sé que escribir lo que estoy escribiendo me valdrá la imputación de “papólatra”, formulada desde uno y otro extremo del amplio espectro de opiniones que incluye la Viña del Señor. Sin embargo, me parece oportuno expresarlo. Y expresarlo con toda crudeza, sin medias tintas, para que se entienda.

Agregaré por último, aunque sea un detalle de orden menor, baladí tal vez, que los esfuerzos apuntados a presentar al Papa como un idiota implican, además, suponer que los demás también lo somos.


* Por Juan Luís Gallardo

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